Capítulo / Chapter I | Cinema – Arte / Art

Soundscapes, Perception, and Narrative in Lucrecia Martel’s Films

Paisajes sonoros, percepción y narrativa en el cine de Lucrecia Martel

Mar Garrido Román

Universidad de Granada, España

Abstract

This text examines the use of sound in the cinematography of Lucrecia Martel, one of the most prominent directors of contemporary Argentinean cinema. Through her works La ciénaga (2001), La niña santa (2004), La mujer sin cabeza (2008) and Zama (2017), it explores how Martel employs sound, giving it a central role in both narrative construction and the viewer’s sensory experience. Martel conceives of sound as a tool to challenge the usual visual hegemony of cinema, creating soundscapes that evoke emotions, destabilise the image and question the viewer’s perception. We look at his technique of initiating the creative process from a sound idea, and his use of murmurs, unintelligible dialogue and ambient noise to generate an immersive cinematic experience. It also examines Martel’s metaphor of the cinema as a ‘sound pool’, and how this notion influences his approach to sound design. In the final section, a comparison is made between the use of sound in Martel’s cinematography and that of other filmmakers who have explored it as a primary narrative resource, as exemplified by the works of Jacques Tati in Les vacances de Monsieur Hulot (1953) and Playtime (1967), David Lynch in Eraserhead (1977), Andrei Tarkovsky in Stalker (1979), Apichatpong Weerasethakul in Tropical Malady (2004) and Jonathan Glazer in The Zone of Interest (2023).

Keywords: Lucrecia Martel, Experimentación sonora, Desborde perceptual, Narrativa disruptiva.

Introducción

La experimentación formal y una mirada aguda hacia las tensiones, rutinas y contradicciones de la burguesía del noroeste argentino, abordadas desde una narrativa fragmentaria y una puesta en escena que privilegia la ambigüedad y la atmósfera sobre la linealidad argumental, han consolidado a Lucrecia Martel (Salta, Argentina 1966), como una de las cineastas más relevantes del cine contemporáneo.

Su cine subvierte las convenciones narrativas tradicionales mediante una apuesta estética que reconfigura los vínculos entre imagen, sonido y percepción. En este entramado sensorial, el sonido ocupa un lugar central: no es solo un acompañamiento de la imagen ni un refuerzo de la acción dramática, sino un dispositivo autónomo que organiza la experiencia fílmica y moldea la relación del espectador con el relato.

Martel ha declarado en diversas ocasiones que piensa sus películas desde el sonido1 (Martel 2009), una afirmación que se materializa en una práctica cinematográfica donde el diseño sonoro sienta las bases de la construcción narrativa y espacial. Las bandas sonoras de sus películas se caracterizan por una minuciosa elaboración de atmósferas auditivas, en las que coexisten ruidos cotidianos, murmullos de voces, sonidos fuera de campo y silencios cargados de ambigüedad. En consonancia, la cámara se alinea con esta lógica perceptiva: en lugar de jerarquizar la información visual, opera como un sensor que capta fragmentos, desplazamientos y texturas, intensificando la sensación de incertidumbre que recorre sus filmes.

Este estudio se centra en el rol del sonido en los cuatro largometrajes de Lucrecia Martel —La ciénaga (2001), La niña santa (2004), La mujer sin cabeza (2008) y Zama (2017)— ,con el propósito de examinar su operatividad como detonante narrativo, dispositivo de disrupción perceptiva y materia afectiva. Adoptando una perspectiva que integra herramientas de los estudios sonoros, la teoría fílmica y la fenomenología de la percepción, se argumentará que la narrativa cinematográfica de Martel se desmarca de la causalidad lineal para proponer una experiencia inmersiva. En este marco, la interpelación del espectador se produce menos por la inteligibilidad de la historia que por la opacidad sensorial del mundo diegético, erigiéndose el paisaje sonoro como una dimensión fundamental para la comprensión de las tensiones entre subjetividad, espacio y memoria que vertebran su obra.

El sonido como fundamento estructural.

A diferencia de la tradición audiovisual dominante —heredera de una lógica ocularcentrista— donde la imagen organiza y jerarquiza el relato fílmico, el cine de Lucrecia Martel subvierte esta primacía al situar el sonido como punto de partida del proceso creativo y eje estructural de la experiencia narrativa. La directora explica que su proceso creativo comienza con un sonido a partir del cual empieza a desarrollar una escena:

Tengo clara cuál es mi relación con respecto a la imagen. Como la estructura total de la escena viene muy determinada por el aspecto sonoro, eso ya es una restricción a la cámara; pero, además, tengo la sensación de que, cuanto más intensamente se queda la mirada en una cosa, menos se ve. (…) Para mí hay mucho misterio en el plano fijo. Te quedás ahí y, por la sola permanencia, las cosas van apareciendo y se van desenvolviendo naturalmente. (Christofoletti Barrenha 2020, 74)2

Esta declaración, además de remitir a un método de trabajo poco convencional cercano a la práctica del Deep listenig de la compositora Pauline Oliveros3 (Oliveros, 2019), revela una concepción del cine como un arte de la escucha más que del espectáculo visual. Martel se posiciona así dentro de una línea estética que cuestiona la subordinación tradicional del sonido a la imagen, proponiendo una configuración sensorial donde la escucha atenta adquiere protagonismo epistemológico y afectivo.

Esta reorganización de las jerarquías sensoriales se traduce en una forma de relato fragmentaria, no lineal, donde la progresión argumental se subordina a la construcción de atmósferas y a la circulación de intensidades. El sonido no ilustra ni explica; en lugar de reforzar lo visual, genera campos perceptivos abiertos, zonas de ambigüedad donde lo narrativo se diluye en favor de lo sensorial. En este sentido, el trabajo sonoro de Martel se convierte en una operación política sobre el lenguaje cinematográfico, pues al privilegiar lo táctil, lo fragmentario y lo inasible frente a la lógica causal y visual del relato, su cine produce una forma de escucha que exige atención, apertura y participación, desarticulando los habituales automatismos perceptivos y narrativos propios del cine. Así, el sonido, no solo enriquece la dimensión expresiva de la obra, sino que la redefine al cuestionar la forma misma en que el cine organiza la experiencia y construye sentido.

Zumbidos y estancamientos: el paisaje sonoro de La ciénaga

En su primer largometraje, La ciénaga (2001), esta concepción se evidencia desde las primeras secuencias. El diseño sonoro de Guido Berenblum, fruto de una estrecha colaboración con Martel, elabora una poética del malestar que emerge del paisaje sonoro. Los persistentes zumbidos de ventiladores eléctricos, el sonido de los insectos, el chapoteo del agua de la piscina, las conversaciones simultáneas y los murmullos de fondo conforman un entramado que satura la percepción y produce una sensación de asfixia y decadencia. La directora describe cómo la geografía y el clima del verano en Salta configuran una experiencia sonora marcada por los truenos, sonidos graves que resuenan en el valle, una fauna estival que produce sonidos agudos y una atmósfera cargada eléctricamente. Esta combinación de frecuencias bajas, medias y altas fue clave para componer el paisaje sonoro de La ciénaga, donde además los diálogos suaves aportan una riqueza en el espectro medio que contribuye a la dimensión dramática del filme (Peña 2003, 121).4

En términos técnicos, esto se consigue utilizando una microfonía cercana y envolvente, con una mezcla de pistas que prioriza los planos sonoros del ambiente sobre los diálogos, y con una ausencia deliberada de música extradiegética. Así, en lugar de subrayar emocionalmente las escenas con música, Berenblum y Martel dejan que los sonidos del mundo actúen como fuerzas narrativas autónomas. La densidad sonora produce un sistema de relaciones donde los elementos físicos (el calor, la humedad, la vegetación, los cuerpos enfermos), están codificados tanto en el registro acústico como en el visual. En su artículo “Sonido e inmersión en la trilogía salteña de Lucrecia Martel”, Eleonora Rapan y Gustavo Constantini argumentan que el dominio de los dispositivos sonoros y la confianza en la producción de sentido a partir de éstos es tal que La ciénaga se conecta con obras emblemáticas del uso del sonido tales como The Exorcist (William Friedkin, 1973), Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y Nouvelle vague (Jean-Luc Godard, 1990).5

El empleo del fuera de campo sonoro y la desvinculación entre imagen y sonido, también contribuyen a generar una constante sensación de incertidumbre, enlazando con lo que Michel Chion denomina “acousmêtre6 (Chion 1993, 39–40), una figura sonora que está presente sin ser visible, un sonido que sugiere amenaza o insinúa sin dejarse capturar por la imagen. En La Ciénaga, esta figura se desdobla en varios niveles: los sonidos inidentificables, las voces infantiles que no se muestran o los ruidos corporales que irrumpen en medio de conversaciones inconexas. Todo esto configura un régimen de percepción en el que el sentido no se estabiliza, sino que permanece suspendido entre lo audible y lo visible. Esta suspensión subraya el carácter siempre alerta del oído, ya que, a diferencia de la vista, la escucha no puede evitarse: incluso aquello que se intenta ignorar se impone a través del sonido.

Esta apuesta por el sonido como principio organizador afecta la construcción narrativa y transforma la relación del espectador con el filme. Ya no se trata de ver para entender, sino de escuchar para intuir, para ser afectado. Martel sitúa al espectador en una posición de escucha activa, exigente, que no recibe certezas sino sensaciones. De este modo, su cine abre un campo perceptivo expandido, que desborda los marcos del relato clásico para situarse en una zona liminar entre el significado y el afecto.

Murmullos, ruido y fragmentación del sentido: el sonido en La niña santa y La mujer sin cabeza.

En La niña santa (2004), el segundo largometraje de Lucrecia Martel, el diseño sonoro retoma un rol central en la construcción narrativa, aunque con una sensibilidad diferente a la de La ciénaga. Mientras que en La ciénaga el sonido creaba un paisaje corporal y atmosférico ligado a la decadencia, en La niña santa se orienta hacia una dimensión psicológica y espiritual, donde lo sonoro encarna una tensión constante entre el deseo, la represión y la incomunicación.

En La niña santa, Lucrecia Martel opta por una puesta en escena donde predominan los espacios cerrados y opresivos, en contraste con la naturaleza expansiva de La ciénaga. El hotel, escenario principal, se transforma en un ámbito de encierro casi claustrofóbico, donde los personajes interactúan en lugares delimitados -el comedor, las habitaciones, la piscina- y donde la presencia constante de sonidos provenientes del fuera de campo y la reverberación de los ambientes refuerzan la sensación de confinamiento y tensión dramática.7

Uno de los procedimientos más característicos del filme es el uso reiterado del murmullo, no solo como recurso acústico, sino como principio estructurante de la percepción. Las conversaciones entre las adolescentes, los diálogos ininteligibles de pasillo, los sermones religiosos en voz baja o entrecortada configuran un universo donde lo importante no es el contenido de lo dicho, sino el clima de ambigüedad que esas voces generan.

Esta estética del murmullo está directamente vinculada a la dimensión simbólica del filme: el despertar sexual, mediado por el catolicismo y el fanatismo religioso, se traduce en una disonancia perceptiva que encuentra en el sonido su correlato más eficaz. El deseo no es articulado, sino intuido, sugerido en fragmentos, envuelto en el ruido de fondo, en los ecos de un hotel de provincia lleno de resonancias acústicas inciertas. Lucrecia Martel defiende que el descubrimiento de la vocación religiosa y el despertar sexual comparten estructuras dramáticas similares, pues ambos momentos impulsan una entrega profunda y generan confusión emocional. Martel se interesa por estos cruces y dudas, estos terrenos de experiencias difíciles de clasificar que cuestionan principalmente las distinciones entre lo sagrado y lo profano (Christofoletti Barrenha, 2020, 94). Siguiendo esta argumentación, Anderson Carvalho compara el paisaje sonoro de La niña santa con el interior de una iglesia debido a las constantes reverberaciones y ruidos de baja frecuencia (Carvalho, 2009, 32)8.

En este contexto, el ruido —tradicionalmente relegado a lo insignificante o lo molesto— cobra un estatuto narrativo propio. En La mujer sin cabeza, el universo sonoro está atravesado por una cacofonía constante de motores, timbres, pasos, teléfonos y televisores encendidos. La protagonista, sumida en un estado de shock tras atropellar (o creer atropellar) a alguien, se desplaza en un entorno saturado de estímulos auditivos que no logra decodificar ni relacionar con claridad. El ruido actúa aquí como metáfora de la desconexión subjetiva, pero también como dispositivo que desestructura la relación clásica entre imagen, sonido y sentido.

Desde una perspectiva teórica, y para comprender cómo el sonido en los filmes de Lucrecia Martel produce una experiencia estética centrada en lo táctil, lo fragmentario y lo afectivo, puede pensarse su concepción sonora en relación con el concepto de desacuerdo propuesto por Jacques Rancière. Este designa una forma estética que obstaculiza el régimen representacional tradicional mediante la irrupción de lo sensible, aquello que resiste ser domesticado por el relato y escapa a las lógicas convencionales de significado. En El desacuerdo: Política y filosofía Rancière define el término “desacuerdo” como una situación en la que hay una disputa sobre lo que se percibe y lo que se dice, una discordancia entre los sentidos y las palabras. Para Rancière, el desacuerdo no es simplemente una diferencia de opinión, sino una confrontación sobre la manera en que se entiende y se organiza la realidad política y social (Rancière, 1996, 53)9.

Esta insistencia de lo sensible remite también a lo que Gilles Deleuze identifica como potencia afectiva de la imagen-sonido, capaz de romper con la representación y abrir espacios de indeterminación en el tiempo y la percepción10. En esta línea, la escucha que propone el cine de Martel podría entenderse como una forma de “sentir el sentido”11, en términos de Jean-Luc Nancy (Nancy, 2002, 25), donde lo significativo no se encuentra en la codificación del mensaje, sino en su exposición sensible. Nancy sugiere que el sentido no es algo fijo o predeterminado, sino que emerge en la interacción con el mundo y los otros. Esta idea se relaciona con su noción de “ser-con”, donde el sentido se genera en la coexistencia y el contacto entre seres.

Asimismo, Laura U. Marks plantea la posibilidad de una “visualidad háptica” (Marks, 2000, 163-165)12, que apela más al tacto que a la visión, activando una percepción encarnada que también puede extenderse a lo sonoro. Marks enfatiza que el cine intercultural opera en los márgenes de la representación visual dominante, utilizando estrategias sensoriales y hápticas para comunicar memorias, afectos y saberes encarnados, y así desafiar las jerarquías culturales y epistemológicas del cine tradicional.

Técnicamente, esta fragmentación se traduce en una mezcla sonora que no prioriza la inteligibilidad de la palabra: los diálogos no se depuran ni se resaltan para una mayor claridad, sino que se integran en un campo acústico donde múltiples fuentes sonoras compiten por la atención del oyente. Aunque podríamos establecer una comparación con ciertas estrategias del cine de Robert Altman, donde la superposición de voces genera una sensación de simultaneidad caótica - recordemos que ya desde su drama de ciencia ficción Countdown de 1967, Altman implementó un sistema de grabación multipista con micrófonos individuales ocultos en la ropa de los actores para captar y mezclar diálogos simultáneos, creando ese característico efecto en su sonido—, en Martel este procedimiento adquiere una carga más íntima y perturbadora. Esto se debe a que se inscribe en contextos cargados de represión emocional, conflictos latentes y tensiones sociales no expresadas abiertamente.

En suma, el uso del murmullo y el ruido en el cine de Lucrecia Martel desarticula la función informativa del sonido y propone una poética de la indeterminación. Al hacer del sonido una zona inestable, su cine cuestiona a la percepción, descoloca al espectador y lo obliga a habitar un espacio de escucha enrarecido, donde lo que se oye no se deja traducir fácilmente en significado. En esa vacilación entre sentido y materia sonora, se produce un tipo de narración que no explica, sino que afecta, que no guía, sino que extravía.

La “piscina sonora”: Zama, percepción inmersiva y corporalidad.

Una de las metáforas más sugerentes que Lucrecia Martel propone para pensar su relación con el sonido es la de la “piscina sonora”. Con esta idea, la directora alude a una forma de percepción inmersiva, un espacio auditivo sin horizonte, donde no hay distinción clara entre lo propio y lo ajeno, lo interno y lo externo, lo humano y lo natural. Según Martel, el cine debe pensarse como una piscina donde uno se sumerge y está rodeado de sonidos, una experiencia que involucra al cuerpo del espectador de manera directa, desplazando el modelo intelectualista de recepción en favor de una afectividad corporal e intuitiva13.

La metáfora acuática no es casual: en sus películas, el agua aparece recurrentemente como elemento simbólico y material —charcos, piscinas, lluvia, humedad—, y el diseño sonoro busca replicar esa condición líquida, densa, sin bordes nítidos. En lugar de delimitar con claridad las fuentes de sonido, Martel construye un espacio acústico en el que los estímulos se mezclan, reverberan, se superponen y rodean al espectador, como si provinieran de un entorno envolvente más que de un punto de origen específico. Esta estrategia favorece una escucha difusa, no direccional, que disuelve los límites entre figura y fondo.

En Zama (2017), esta concepción del sonido alcanza una de sus expresiones más complejas. Ambientada en una colonia española del siglo XVIII, la película rehúye los códigos convencionales del cine histórico, particularmente aquellos que buscan verosimilitud a través de una reconstrucción visual detallada. En cambio, Martel apuesta por un diseño sonoro que enfatiza la desorientación y la percepción física del entorno. Los zumbidos de insectos, los cantos de aves, los crujidos de madera, las voces distantes o demasiado cercanas configuran un ambiente cargado de tensión sensorial.

El personaje principal, Diego de Zama, aparece constantemente desplazado, interrumpido, invadido por sonidos que no logra dominar. El fuera de campo acústico adquiere aquí un papel central: lo que no se ve, pero se escucha, determina el modo en que el mundo se presenta como inestable, excesivo, incluso hostil.
Esta relación entre sonido e imagen, mediada por una distancia perceptual —donde lo auditivo próximo se yuxtapone a lo visual distante, y donde el volumen elevado corresponde a una imagen lejana y el suave a imágenes cercanas— es también el recurso que emplea Lois Patiño en Costa da Morte (2013). Sin embargo, mientras en Patiño este procedimiento produce una conexión contemplativa y sensorial con el paisaje, en Martel intensifica una densa y confusa experiencia emocional.

Desde una perspectiva fenomenológica, puede entenderse esta estrategia como una apelación directa al cuerpo del espectador. Siguiendo a Vivian Sobchack (Sobchack 1992, 4-10)14, el cine no se dirige solo a una mente que interpreta signos, sino a un cuerpo que siente, se afecta y responde a los estímulos sensoriales. En el cine de Martel, esta dimensión corporal se activa especialmente a través del sonido que atraviesa la percepción sin necesidad de pasar por la decodificación semántica. La “piscina sonora” es entonces un dispositivo que desarticula la frontalidad ocular del cine clásico y propone una inmersión multisensorial, donde el espectador no observa desde una distancia crítica, sino que es afectado en su sensibilidad más inmediata.

Esta concepción se vincula también con una ética de la percepción que problematiza la noción de transparencia narrativa. En lugar de ofrecer un mundo claro y ordenado, Martel introduce zonas de ambigüedad sensorial que interrogan la relación entre lo visible, lo audible y lo cognoscible. En este sentido, la “piscina sonora” no es solo un entorno perceptivo, sino también un espacio de saber, una forma de conocimiento que surge desde la inestabilidad y el contacto sensorial.

En síntesis, la metáfora de la piscina nos invita a comprender el diseño sonoro de Martel como una forma de inmersión perceptiva que prioriza la afectividad, la corporalidad y la intuición, actuando como una fuerza envolvente que convierte la experiencia cinematográfica en vivencia sensorial y política.

Consonancias transnacionales: Martel, Lynch, Tarkovsky, Weerasethakul, Tati, Glazer

Si bien el cine de Lucrecia Martel se inscribe en un contexto sociocultural preciso —relacionado con la región del noroeste de Argentina y sus tensiones sociales, de clase y de género—, su propuesta sonora dialoga con una tradición transnacional de cineastas que han desafiado la primacía visual del relato cinematográfico, haciendo del sonido un eje estructural de la experiencia fílmica. En este sentido, sin seguir un orden cronológico ni exhaustivo, resulta pertinente establecer un contrapunto entre la obra de Martel y la de directores como David Lynch, Andrei Tarkovsky, Apichatpong Weerasethakul, Jacques Tati y, más recientemente, Jonathan Glazer, todos ellos interesados en explorar las dimensiones afectivas del sonido en el cine.

En Eraserhead (1977), David Lynch construye un universo sonoro opresivo y desestabilizador, donde ruidos industriales, zumbidos persistentes y sonidos no identificables modelan la práctica sensorial del espectador incluso antes que la imagen. Al igual que Lucrecia Martel, Lynch subvierte la función ilustrativa del sonido y lo transforma en una fuerza autónoma, capaz de expresar estados mentales alterados, angustia existencial o una percepción distorsionada del entorno. Michel Chion ha analizado cómo Lynch convierte el sonido en una “materia viva”15, dotada de entidad propia, que desborda la lógica narrativa y contribuye decisivamente a la construcción de lo sensible, borrando las fronteras entre lo diegético y lo extradiegético (Chion, 2006, 42). Esta autonomía sonora se vincula estrechamente con la concepción de Martel, quien utiliza el sonido para interrogar, contaminar o incluso la reemplazar a la imagen como centro de atención. La cineasta parte del sonido como flujo inevitable que se adhiere al espacio, generando atmósferas densas y complejas que a menudo revelan información que la imagen oculta. En ambos casos, el paisaje sonoro se convierte en un terreno de inestabilidad perceptual y afectiva, que redefine la relación entre lo que se ve y lo que se escucha.

Por su parte, Andrei Tarkovsky concibe el sonido desde una perspectiva poética y metafísica. El silencio, los ecos y los sonidos de la naturaleza (viento, agua, fuego), crean un tiempo dilatado y una atmósfera contemplativa. En Stalker (1979), los sonidos ambientales no edifican un espacio realista, sino un paisaje interior que exterioriza la psique de los personajes. Es una resonancia espiritual que transmuta el espacio físico en vivencia psíquica. Los sonidos ambiguos, las reverberaciones y los silencios extensos detienen el tiempo narrativo y abren una percepción más allá de lo material. Como sostiene Robert Bird, el sonido en Tarkovsky actúa como un “puente entre la materia y lo inmaterial” (Bird 2008, 125)16 manifestando la búsqueda de lo trascendente y espiritual característica de su cine.

Esta cualidad introspectiva y táctil del paisaje sonoro encuentra resonancias formales en el cine de Lucrecia Martel, particularmente en Zama (2017), aunque su orientación estética y política es distinta. Mientras en Tarkovsky el paisaje acústico propicia un estado de recogimiento ontológico, en Martel el sonido se convierte en un agente de perturbación constante que encarna el malestar físico y existencial del protagonista, a la vez que cuestiona las estructuras coloniales y de poder que lo rodean. En Zama, los sonidos naturales —los insectos, el crujir de la madera, el viento persistente— no remiten a una naturaleza contemplativa, sino a un entorno que invade y sobrepasa al sujeto, desbordando sus límites corporales y mentales. La saturación sonora se alía con el deterioro físico y psicológico del personaje, cuyo cuerpo es percibido como poroso, expuesto y frágil ante un mundo que no puede dominar ni comprender.

Desde esta perspectiva, el diseño sonoro elegido por Martel tiene también una dimensión política: el sonido desestabiliza la imagen y cuestiona los dispositivos coloniales de representación que han construido una imagen homogénea y centralizada del mundo. Al desplazar el foco de la mirada al oído, Martel reorganiza la percepción y pone en crisis los modos de subjetivación dominantes, proponiendo un cine donde la corporeidad —especialmente la del cuerpo colonizado, enfermo, racializado— se convierte en el lugar de inscripción de la violencia histórica. Así, mientras Tarkovsky explora una trascendencia sonora que apunta hacia lo universal y espiritual, Martel revela, a través del sonido, la materialidad densa y conflictiva de la experiencia humana. Continuamos con la obra del tailandés Apichatpong Weerasethakul, que ofrece una zona de afinidad particularmente relevante con el cine de Lucrecia Martel, tanto por su atención a la percepción sensorial como por su exploración de la relación entre paisaje, cuerpo y tiempo. En Tropical Malady (2004), la selva trasciende su condición de espacio geográfico para convertirse en un entorno acústico denso y vibrante, donde los sonidos naturales —cantos de insectos, crujidos de ramas, rugidos distantes— desdibujan las fronteras entre lo humano, lo animal y lo espiritual. Esta proliferación sonora compone un espacio sensible que desorienta, absorbe e interroga al espectador, desplazando la atención del relato hacia la vivencia de estar en el mundo.

Al igual que Martel, Weerasethakul utiliza el sonido como un medio para disolver la linealidad narrativa y construir un tiempo expandido, donde la escucha se convierte en un modo privilegiado de acceso a lo invisible, a lo intangible y a lo no dicho. Esta estética de la inmersión sensorial se articula, como señala la crítica May Adadol Ingawanij, con una política perceptiva que se opone a los regímenes representacionales normativos del cine occidental. Su cine —dice Ingawanij— no busca explicar, sino “hacer sentir”17, activando una forma de conocimiento encarnado que emerge desde la experiencia corporal de la imagen y del sonido.

Esta relación entre sonido y cuerpo ha sido también analizada por teóricos como Brandon LaBelle, quien sostiene que la escucha implica una dimensión táctil y afectiva que excede la mera recepción auditiva: el sonido nos atraviesa, nos afecta, nos sitúa en relación con el espacio, con los otros y con nosotros mismos18 (LaBelle, 2010, 14-22). Desde esta perspectiva, la corporalidad no es simplemente el lugar donde el sonido se registra, sino el medio por el cual el mundo sonoro se vuelve significativo.

Tanto en Martel como en Weerasethakul, el sonido funciona como una fuerza que incide sobre el cuerpo del espectador y de los personajes, generando un tipo de experiencia que no pasa por la comprensión lógica sino por la sensibilidad encarnada. El cine se convierte así en un dispositivo vibrátil, en el que la percepción se desjerarquiza y se distribuye entre distintos sentidos, desplazando el dominio histórico de la visión hacia una escucha que es también táctil, visceral y afectiva. Esta concepción materialista del sonido —como energía que modula estados corporales, afectivos y espaciales— abre una vía para repensar lo político desde lo sensorial: no desde la representación de lo social, sino desde la reconfiguración de las condiciones mismas de la percepción.
En un registro distinto, pero igualmente revelador, el cine de Jacques Tati ofrece otra perspectiva sobre la construcción sonora como núcleo de la puesta en escena. En películas como Les vacances de Monsieur Hulot (1953) y Playtime (1967), Tati subvierte la lógica del montaje clásico al desplazar el foco narrativo hacia el sonido, que no solo acompaña la acción, sino que la condiciona, la desencadena o la subvierte. El paisaje sonoro se convierte en un tejido activo que organiza la percepción y estructura la temporalidad de la escena. Timbres, pasos, puertas que se abren o se cierran, murmullos y reverberaciones forman parte de una coreografía acústica extremadamente precisa, que revela el absurdo, la alienación y el ritmo frenético de la vida moderna. En este sentido, el sonido en Tati no es naturalista ni funcional, sino performativo: produce acontecimientos, orienta la atención y genera una tensión lúdica entre lo que se oye y lo que se ve.

Lo que Tati pone en juego es una reconfiguración radical del espacio cinematográfico, donde la escucha se vuelve una herramienta crítica para captar lo que escapa a la mirada. Como ha señalado Michel Chion, su cine no se basa en una sincronización tradicional entre sonido e imagen, sino en una “disonancia cómica” (Chion, 1993: 139-142)19 que pone en crisis las convenciones del cine realista. Esta disonancia genera un campo de ambigüedad perceptiva donde el espectador debe reaprender a mirar a través del oído. Aquí surge una conexión con la obra de Martel, quien también desplaza el centro de la percepción desde la visión hacia una escucha activa y corporal. Ambos cineastas, aunque con estéticas muy diferentes, comparten una voluntad de romper con el régimen escópico dominante para construir mundos perceptivos alternativos, donde el sonido organiza la experiencia fílmica desde una sensibilidad atenta al detalle, al desvío y a lo inadvertido.

En este marco, el cuerpo adquiere una función esencial. Tanto en Tati como en Martel, el sonido no se recibe de manera neutral, sino que incide en los cuerpos, los moldea, los desajusta. El personaje de Monsieur Hulot, con su andar desacompasado y su incomodidad constante frente a las tecnologías sonoras del mundo moderno, es un cuerpo que escucha con dificultad, que reacciona de forma torpe ante un entorno sonoro que lo excede. En Playtime, por ejemplo, la arquitectura hipermoderna amplifica los ruidos más insignificantes —el zumbido de un neón, el chirrido de una silla— y genera un paisaje acústico alienante que transforma los gestos cotidianos en escenas de desconcierto cómico. Del mismo modo, en Zama, el cuerpo del protagonista se muestra vulnerable ante un entorno sonoro abrumador que lo atraviesa y lo descentra. En ambos casos, la escucha no es un acto pasivo, sino una forma de exposición: el cuerpo es interpelado, afectado, deformado por los flujos sonoros que lo rodean.
Podemos entender esta articulación entre cuerpo y sonido como una coreografía sonora, es decir, una estructura espacial y temporal donde el sonido guía movimientos, regula ritmos y determina afectos. En Playtime, el espacio urbano moderno funciona como un dispositivo sonoro que impone una partitura a los gestos, integrando cada objeto y cuerpo en una arquitectura rítmica. De forma similar, Martel construye una arquitectura sonora sensorial: un entramado acústico que configura los modos de habitar, sentir y percibir, en lugar de solo ambientar. En su cine, el sonido no ocupa el espacio, sino que lo construye, modifica y vuelve inestable. De este modo, la arquitectura sonora se convierte en una forma de escritura fílmica que organiza la experiencia más allá del relato, generando un realismo sensorial donde los cuerpos priorizan la escucha, la resonancia, el desajuste o la afinación sobre la acción.

Jean-Luc Nancy plantea que escuchar es estar en relación con una “resonancia del sentido”20 (Nancy, 2002, 22-25), una vibración que no se agota en la significación, sino que afecta y transforma. En el cine de Tati y de Martel, esta resonancia se inscribe en la puesta en escena misma, y propone una forma de percepción que ya no es ocular y centralizada, sino diseminada, envolvente y profundamente corporal.

Finalmente, The Zone of Interest (2023), de Jonathan Glazer, es una contribución clave para esta constelación estética, al articular una propuesta de raíz sonora para abordar la representación del horror. Basada en la novela homónima de Martin Amis, la película evita representar visualmente las atrocidades del Holocausto y desplaza su atención hacia la vida doméstica de la familia Höss, cuya casa está situada justo al lado del campo de exterminio de Auschwitz. Esta estrategia de desvío visual transforma al sonido en el verdadero eje narrativo y afectivo del filme. El diseño sonoro, elaborado por Johnnie Burn, introduce gritos, disparos, motores, ladridos, trenes y maquinaria industrial como presencias espectrales que invaden el fuera de campo visual y tensionan el espacio doméstico con una violencia inaudita. Lo que no se ve se vuelve insoportable precisamente porque se escucha: el horror penetra la cotidianidad sin ser tematizado, desbordando la imagen y contaminando la aparente normalidad con una carga ética devastadora.

Esta radicalidad acústica establece un punto de contacto revelador con la poética sonora de Lucrecia Martel, especialmente en La mujer sin cabeza (2008), donde también lo ominoso y lo reprimido emergen desde los márgenes sensoriales. En ambos casos, el sonido opera como una zona de indeterminación perceptiva: un umbral en el que la violencia no se representa de manera directa, pero se vuelve ubicua, penetrante y desestabilizadora. En The Zone of Interest, esa zona es literal: un muro separa la casa de los Höss del campo de concentración, pero el sonido traspasa esa frontera, infiltrándose como residuo sensorial y recordatorio moral. En Martel, por su parte, el trauma y la culpa irrumpen en forma de ruidos, voces lejanas, interferencias o zumbidos que asedian a un cuerpo que ya no puede sostener su propia coherencia perceptiva.

Este uso del sonido para sugerir, incomodar e implicar éticamente al espectador sin recurrir a la muestra directa del horror, puede pensarse en términos de una “escucha ética”, tal como ha sido formulada por la crítica contemporánea. Kaja Silverman y Daniel Deshays, entre otros, han señalado que el fuera de campo sonoro constituye un lugar privilegiado para la interpelación del oyente, en tanto activa una relación de responsabilidad: quien escucha no puede permanecer indiferente, ya que es convocado por algo que no se deja ver, pero sí sentir. Desde esta perspectiva, tanto Glazer como Martel diseñan espacios sonoros que no solo ambientan una historia, sino que exponen los límites de la conciencia moral a través de lo que queda fuera del encuadre, pero no fuera del alcance sensorial.
Lejos de tratarse de una filiación directa o una homogeneización estilística, estas consonancias revelan una sensibilidad compartida hacia las potencias del sonido como vector afectivo, dispositivo temporal y herramienta política de dislocación narrativa. Tanto Martel como Glazer conciben el cine como un espacio sensorial donde la escucha puede alterar la percepción, interrogar los hábitos del ver y abrir fisuras en el relato. Sus obras construyen atmósferas que no buscan representar un mundo exterior con coherencia mimética, sino sumergir al espectador en una experiencia donde el cuerpo escucha antes de entender, y donde la disonancia sonora es el síntoma de una violencia estructural difícil de nombrar.

Esta comparación nos permite iluminar la especificidad del proyecto estético de Martel —su atención al sonido como flujo material, como signo de lo reprimido y como forma de subjetividad—, situándola junto a otros cineastas que piensan el cine desde el cuerpo, la escucha y la atmósfera. Este desplazamiento del ojo al oído, y de la imagen a la reverberación, esboza una política del cine que no busca ilustrar, sino hacer sentir, incomodar y afectar.

Conclusión

El recorrido a través de la cinematografía de Lucrecia Martel revela a una cineasta que otorga al sonido un rol protagónico, desafiando la tradicional hegemonía visual del cine. Desde la atmósfera opresiva de La ciénaga, donde el paisaje sonoro precede y determina el clima emocional, hasta la dimensión psicológica y espiritual explorada a través del murmullo en La niña santa, Martel construye narrativas donde la escucha activa se erige como una forma de conocimiento sensorial. En La mujer sin cabeza, el ruido ambiente se convierte en metáfora de la desconexión y la incertidumbre, mientras que, en Zama, la “piscina sonora” sumerge al espectador en una experiencia inmersiva y corporal, desdibujando los límites entre lo interno y lo externo.

Desde el desestabilizador universo sonoro de Lynch, la trascendencia sonora de Tarkovsky, la inmersión sensorial de Weerasethakul, la coreografía acústica de Tati y la perturbadora ausencia visual articulada a través del sonido de Glazer, se configura una tradición de cineastas que expanden los límites de la narrativa cinematográfica mediante la escucha. Lucrecia Martel se inscribe en esta estirpe de directores.

En el caso de Martel, su concepción del sonido como principio estructurante y “piscina sonora” trasciende la mera experiencia estética para adquirir una profunda dimensión política. Al priorizar la escucha y desestabilizar la primacía de la imagen, dirige una atención particular hacia la corporeidad, especialmente aquella marcada por la colonización, la enfermedad y la racialización. De este modo, su cine propone una forma de percepción diseminada, envolvente y radicalmente corporal.

Con su obra, Martel nos invita a repensar la relación entre el cuerpo, el sonido y el mundo que habitamos. Su cine subraya la potencia del sonido como una vía para acceder a capas de la experiencia que a menudo escapan a la primacía de la mirada, abriendo un espacio para un realismo sensorial donde escuchar es una forma de conocimiento y, en última instancia, de resistencia.

Notas finales

1Lucrecia Martel, “El sonido en la escritura y la puesta en escena,” YouTube video, 29:49, publicado por “ YouTube video,” 26 de enero de 2025, consultado el 12 de mayo de 2025 https://www.youtube.com/watch?v=mCKHzMzMlZo&t=433s.

2Natalia Christofoletti Barrenha, La experiencia del cine de Lucrecia Martel: Residuos del tiempo y sonidos a orillas de la pileta (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2020)

3Pauline Oliveros, Deep listening: una práctica para la composición sonora, trans. Francisco Campillo García (Valencia: EdictOràlia Música, 2019), Primera edición: julio de 2019. València: Editcoràlia Música, 2019.

4Fernando Martín Peña, Generaciones 60/90: cine argentino independiente (Buenos Aires: Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires/Fundación Costantini, 2003), 121.

5Eleonora Rapan y Gustavo Costantini, “Sonido e inmersión en la trilogía salteña de Lucrecia Martel”, Imagofagia. Revista Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, núm. 24 (2021): 2-3.

6Michel Chion, La audiovisión: Introducción a un análisis conjunto de la imagen y el sonido (Barcelona: Paidós, 1993), 39–40.

7Rapan y Costantini, “Sonido e inmersión en la trilogía salteña de Lucrecia Martel”, Imagofagia. Revista Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, núm. 24 (2021): 13

8Anderson Carvalho, A percepção sonora no cinema: ver com os ouvidos, ouvir com os outros sentidos (disertación de maestría, Universidade Federal Fluminense, 2009).

9Jacques Rancière, El desacuerdo: Política y filosofía (Buenos Aires: Nueva Visión, 1996), 53.

10Gilles Deleuze, La imagen-tiempo: Estudios sobre cine 2 (Barcelona: Paidós, 1987), 268–270.

11Jean-Luc Nancy, À l’écoute (Paris: Galilée, 2002), 25.

12Laura U. Marks, The Skin of the Film: Intercultural Cinema, Embodiment, and the Senses (Durham: Duke University Press, 2000), 163–165.

13“La caja de herramientas de Lucrecia Martel,” Raza Cómica, 25 de junio de 2018, https://razacomica.cl/sitio/2018/06/25/la-caja-de-herramientas-de-lucrecia-martel/.

14Vivian Sobchack, The Address of the Eye: A Phenomenology of Film Experience (Princeton: Princeton University Press, 1992), 4–10.

15Michel Chion, David Lynch (Londres: British Film Institute, 2006), 42.

16Robert Bird, Andrei Tarkovsky: Elements of Cinema (London: Reaktion Books, 2008), 125.

17May Adadol Ingawanij, “Animism and the Cinematic Practices of Apichatpong Weerasethakul,” Rethinking History 18, no. 3 (2014): 373.

18Brandon LaBelle, Acoustic Territories: Sound Culture and Everyday Life (New York: Continuum, 2010), 14–22.

19Michel Chion, La audiovisión: Introducción a un análisis conjunto de la imagen y el sonido (Barcelona: Paidós, 1993), 139–142.

20Jean-Luc Nancy, À l’écoute (Paris: Galilée, 2002), 22–25.

Referencias bibliográficas finales

Libros

Bird, Robert. Andrei Tarkovsky: Elements of Cinema. London: Reaktion Books, 2008.

Chion, Michel. La audiovisión: Introducción a un análisis conjunto de la imagen y el sonido. Barcelona: Paidós, 1993.

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Marks, Laura U. The Skin of the Film: Intercultural Cinema, Embodiment, and the Senses. Durham: Duke University Press, 2000.

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Peña, Fernando Martín, ed. Generaciones 60/90: cine argentino independiente. Buenos Aires: Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires/Fundación Costantini, 2003.

Rancière, Jacques. El desacuerdo: Política y filosofía. Buenos Aires: Nueva Visión, 1996.

Artículos en revistas

Ingawanij, May Adadol. “Animism and the Cinematic Practices of Apichatpong Weerasethakul.” Rethinking History 18, no. 3 (2014): 373–390.

Rapan, Eleonora, y Gustavo Costantini. “Sonido e inmersión en la trilogía salteña de Lucrecia Martel.” Imagofagia. Revista Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, núm. 24 (2021): 1-22

Libro electrónico y textos en línea

“La caja de herramientas de Lucrecia Martel.” Raza Cómica. 25 de junio de 2018. https://razacomica.cl/sitio/2018/06/25/la-caja-de-herramientas-de-lucrecia-martel/. Aceso 12 de mayo de 2025

Tesis/Disertación

Carvalho, Anderson. A percepção sonora no cinema: ver com os ouvidos, ouvir com os outros sentidos. Disertación de maestría. Niterói: Programa de Pós-Graduação em Comunicação – Universidade Federal Fluminense, 2009.

Filmografia

Apocalypse Now. 1979. De Francis Ford Coppola. Estados Unidos: StudioCanal. DVD.

Costa da Morte. 2013. De Lois Patiño. España: Atalante. DVD.

Countdown. 1967. De Robert Altman. Estados Unidos: Warner Bros. Entertainment. DVD.

Eraserhead. 1977. De David Lynch. Estados Unidos: Avalon. DVD.

La ciénaga. 2001. De Lucrecia Martel. Argentina: Wanda Visión. DVD

La mujer sin cabeza. 2008. De Lucrecia Martel. Argentina: Warner Bros Entertainment Spain. DVD.

La niña santa. De Lucrecia Martel. Argentina: Lita Stantic Producciones/El Deseo, 2004. DVD.

Les vacances de Monsieur Hulot. 1953. De Jacques Tati. Francia: A Contracorriente Films. DVD.

Nouvelle vague. 1990. De Jean-Luc Godard. Francia/Suiza: StudioCanal. DVD.

Playtime. 1967. De Jacques Tati. Francia/Italia: A Contracorriente Films. DVD.

Stalker. 1979. De Andrei Tarkovsky. Unión Soviética: Efrojim. DVD.

The Exorcist. 1973. De William Friedkin. Estados Unidos: Warner Bros. DVD.

The Zone of Interest. 2023. De Jonathan Glazer. Reino Unido/Estados Unidos/Polonia: Elastica Films. DVD.

Tropical Malady. 2004. De Apichatpong Weerasethakul. Tailandia: Filmax. DVD.

Zama. 2017. De Lucrecia Martel. Argentina: BTeam Pictures. DVD.