Abstract
This research explores theatrical and cinematic staging as an epistemological framework for engaging with reality, particularly within immigrant communities. By weaving together aesthetic, philosophical, and sociopolitical perspectives, it proposes that both art forms function not merely as representational systems but as mechanisms of transformation. The first chapter examines the power of the cinematic image to generate multiplicity of meanings, arguing that montage is not a neutral structuring device but an ontological operation that reconfigures the real. The second chapter interrogates cinematic temporality, challenging conventional notions of film as a static record of the past. Instead, it posits that cinema perpetually re-presents time, situating the spectator in an ever-unfolding present where the boundaries between perception, memory, and experience are continually renegotiated. Ultimately, this study contends that both theater and cinema do not merely depict reality but actively reshape it, allowing for a heightened awareness of its contingency. By approaching staging as a method of inquiry rather than a mere artistic practice, this work positions the performative act as a site of resistance, revelation, and re-signification, demonstrating that the aesthetic is inseparable from the ontological and the political.
Keywords: Theater, cinema, staging, performativity, transformation.
Introducción
En el campo de la investigación-creación, sólo considero posible concebir el proceso como un todo. Sería con un tono soberbio que podría afirmarse que el “producto” artístico es una mera manera de comprobar el cuerpo de la investigación más propiamente teórica, del mismo modo que sería ingenuo –y quizás también algo petulante– aseverar que la producción de un texto “académico” que nace de la investigación-creación no es más que una extraña protuberancia que le “aparece” al proyecto artístico, como si se tratara únicamente de una descripción de éste.
La investigación “teórica” (debo admitir cierto conflicto interno al utilizar ese término), entonces, se ve constantemente enriquecida por la praxis, que lejos de ser un modo de confirmar la teoría –lo cual nos llevaría a un empobrecimiento terrible de las posibilidades que la realidad otorga–, se convierte en una manera de ampliar el conocimiento, de plantear más preguntas, de engrosar la lista de fundamentos teóricos y analíticos, y sobre todo, de entender que la teoría y la práctica mantienen entre sí una relación en donde ninguna de las dos pierde su esencia, pero en la que ambas conviven estrechamente.
No se trata pues de una relación jerárquica, donde alguna de las dos requiera someterse o subordinarse frente a la otra para que una de ellas prevalezca. En lo que concierne a este proceso, la teoría me otorgó la inquietud para desarrollar en la práctica un proyecto con características artísticas, y a su vez, éste me fue abriendo nuevas interrogantes y nuevos cuestionamientos sobre la base teórica, pero también sobre el mismo trabajo técnico-artístico, más aún conforme los meses fueron transcurriendo y pude obtener la suficiente distancia de mi propio proceso creativo, para después acercarme a él con mayor potencia.
El presente trabajo nace como resultado de la reflexión fenomenológica y metodológica que derivó en la realización de un cortometraje documental en Bruselas, Bélgica, en colaboración con el Institut National Supérieur des Arts du Spectacle et des Techniques de Diffusion de la Fédération Wallonie-Bruxelles (INSAS) y la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México.
Este filme, que lleva por título Por supuesto que tenemos papeles (pero no el que necesitamos), muestra a un grupo de inmigrantes de distintos países de África, quienes buscan regularizar su situación migratoria para acceder a muchos de los derechos humanos básicos que tendría que otorgarles el estado belga.
En este sentido, el presente texto podría entenderse como una reflexión sobre la teoría tanto teatral –tomando como punto de partida el Teatro del Oprimido de Augusto Boal– como cinematográfica en sí misma; como un estudio sobre la aplicación de esa reflexión teórica en mi proceso de taller teatral con los inmigrantes indocumentados que formaron parte de él, y en mi quehacer como director y fotógrafo del documental; así como una profundización tanto en la teoría como en la práctica del montaje –entendido como un reordenamiento de los elementos de la realidad a través, primero, de la lente, y posteriormente, de la yuxtaposición de las imágenes y del discurso lograda en el proceso de edición–, y que por ende se obtiene, en primera instancia, a través de la selección de las imágenes que el director y el fotógrafo deciden registrar con la cámara, eligiendo conscientemente (con un aporte importante de los impulsos que no son tan conscientes) los encuadres y las angulaciones, y después, con un proceso de selección y síntesis por medio de una reflexión discursiva y, claro está, con las herramientas tecnológicas que la edición digital permite explorar.
No creo que sea posible crear sin investigar; ser artista sin ser un ávido e inquieto investigador. Quizás sea el concepto más inflexible de “investigador” el que habría que desechar para comprender que los procesos artísticos no sólo no son contrarios a los procesos de investigación, sino que están íntimamente ligados y que resulta deseable que existan múltiples puntos de encuentro entre ambos para potenciar el discurso en los dos campos. Ya lo decía Bruce Archer (1995): “Existe más de una manera de definir “investigación”, y varias tradiciones sobre cómo ésta debería llevarse a cabo.” (p. 6, traducción propia). Explorar los límites de las definiciones, e ir más allá de ellos, puede abrirnos nuevas perspectivas enriquecedoras.
¿Cuál es entonces el objetivo de este proyecto al hablar de teatro y cine, y del modo en que éstos se entrelazan? Sería pertinente aclarar, antes que nada, que el presente trabajo no lleva esa meta. No se trata, en absoluto, de explorar cómo puede el teatro pasar a ser representado en el cine, o al menos no es ni cercanamente mi pretensión central. Tampoco es un estudio sobre las características compartidas por el cine y el teatro, ni mucho menos un intento de mero registro del hecho teatral, si entendemos esto como la subordinación de la lente al teatro. Se trata, más bien, de la exploración de los modos de opresión que vive un grupo de inmigrantes indocumentados, y que efectivamente usa una técnica teatral a través de un taller en el que ellos participan para imaginar distintas vías distintas para mejorar sus condiciones de vida, y lograr, de ser posible, el tan ansiado objetivo de obtener un permiso de residencia.
El proceso que se vivió durante el taller de teatro, así como la presentación a público de la puesta en escena, fue filmado siempre con la firme conciencia de “lo cinematográfico”, por encima, debo confesar, de “lo teatral”, pero solamente en los términos del producto artístico “final” (el cortometraje documental), y no así en los términos del otro producto artístico que fue la puesta en escena teatral, así como los ensayos y ejercicios realizados durante el taller que duró cuatro días, y que, más allá de quedar registrado digitalmente, fue, es y seguirá siendo un eje rector de la reflexión que constituye este proyecto de investigación-creación.
No pretendo de ningún modo que mis reflexiones, y ni siquiera mis conclusiones sobre el quehacer del cine y del montaje cinematográfico, ni las del campo teatral sean “objetivas” o que funcionen como una guía de pasos a seguir. Creo que la creación artística es un descubrimiento personalísimo, y como tal, lo aquí comentado puede inducir a los propios descubrimientos y procesos creativos, pero no puede enseñarlos de manera directa, más que para propósitos explicativos, e insisto, no como una guía para la creación.
El ser humano, como los proyectos de investigación-creación, es un todo constituido por la más amplia gama de elementos internos y externos. Los productos artísticos, al ser un resultado de los procesos sociales, intelectuales, emocionales, psicológicos y espirituales del autor, no pueden más que ser una posición de éste frente al mundo, y como tal, resultaría tan ilógico querer copiarlos como una receta de cocina, como ilógico sería pensar que dos personas puedan haber pasado exactamente por los mismos procesos. Sin embargo, estoy también de acuerdo con Publio Terencio Africano: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Y como tal, la acumulación de las experiencias creativas y de investigación aquí expuestas, pueden abrir la puerta de la sensibilidad de otro ser humano para descubrir su propio camino en el apasionante mundo de la Academia y del arte.
Desarrollo
Este trabajo propone una reflexión sobre la puesta en escena teatral y cinematográfica como herramienta de intervención social, a partir de la experiencia práctica con el colectivo La Voix des Sans-Papiers en Bruselas. Mediante la metodología del Teatro del Oprimido de Augusto Boal y el uso del cine como arte de la presencia, se explora la capacidad del gesto performativo para generar conciencia crítica y activar procesos de transformación en grupos de inmigrantes indocumentados. Lejos de representar una realidad cerrada, la práctica escénica se presenta como espacio vivo de construcción de nuevas narrativas sociales e identitarias.
Capítulo 1: El poder de la imagen cinematográfica para crear multiplicidad de sentidos
Un objeto genera una imagen que habrá de ser percibida, descifrada y leída. La lectura de dicha imagen puede ocurrir de modo consciente, aunque la mayoría de las veces tiene lugar en el inconsciente. En Las estatuas también mueren (Marker y Resnais, 1953) el narrador afirma que “un objeto muere cuando la mirada viva que la recorre, desaparece.”
Con el nacimiento del cine, y en consecuencia, de la posibilidad de registrar las imágenes y reordenarlas mecánicamente, se abre un nuevo panorama en el que, si bien la afirmación hecha en el documental de Chris Marker y Alain Resnais no pierde validez, sí nos otorga la oportunidad de volver a mirar un objeto muchas veces, y verlo en cada ocasión desde una perspectiva distinta, cambiando de tal modo la manera en la que la estamos leyendo. En dicho potencial reside el poder de la imagen cinematográfica para crear multiplicidad de sentidos sobre un objeto, que dicho sea de paso, puede ser físico o intelectual; puede ser una estatua como puede ser un rostro humano, y puede ser un monumento como puede ser un acontecimiento ubicado en el tiempo y el espacio.
La labor del artista cinematográfico consiste –además del conocimiento técnico de las tecnologías que están a su disposición– en saber reordenar las imágenes captadas por la lente para crear relaciones de sentido que abran nuevas posibilidades de lectura de la realidad para el espectador.
El cineasta decide cómo y qué encuadrar, y toma decisiones muy precisas sobre la secuencia de imágenes que habrá de ligar para expresar las relaciones de sentido que pretende crear. Por lo tanto, además del carácter técnico que requiere dominar un artista cinematográfico, sabiendo emplazar la cámara, conociendo las posibilidades que el movimiento de la misma le otorga, es su labor intelectual la que toma aún mayor preponderancia en su oficio. Dicha labor intelectual es el montaje.
Para hablar del montaje, que es en realidad el arma más poderosa con la que el cine cuenta para que sus imágenes creen multiplicidad de sentidos, habría que empezar por diferenciarlo de la edición. El montaje es, pues, el reordenamiento del mundo a través de la lente. Una parte de dicho reordenamiento ocurre, evidentemente, en un estudio de edición, donde de forma análoga o digital, las tomas son ordenadas para contar una historia, o para expresar una visión. Pero el proceso del montaje ocurre desde la escritura del guion (y desde la etapa preintelectual que precede a ésta), porque el modo y el orden en que se cuenta algo, tiene necesariamente que ver con la visión del mundo del autor, que habrá de poner en evidencia a través de las relaciones de sentido que creen las imágenes, en su forma de estar hiladas. “El poeta piensa en imágenes y (…) puede organizar su visión del mundo con ayuda de esas imágenes.” (Tarkovski, 1984, p. 70).
Las relaciones de sentido creadas a partir del montaje de las imágenes no tienen forzosamente que ocurrir de manera completamente consciente, pues tampoco se trata de un proceso matemático que excluya el potencial del inconsciente. “Sólo la cámara nos muestra el inconsciente visual, como sólo el psicoanálisis nos muestra el inconsciente pulsional” (Benjamin, 1939, p. 48).
Pero así como es posible afirmar que el trabajo creativo no siempre responde a los razonamientos más conscientemente meditados, también en justo decir que éste se da como resultado de una búsqueda constante y honesta sobre lo que ocupa la mente y el alma del artista. Dicho de un modo menos esotérico: el cineasta debe hacer uso de los elementos técnicos y artísticos que están a su alcance para reflejar en la pantalla su visión del mundo y sus inquietudes más profundas sobre la realidad y su funcionamiento. Una parte de esa búsqueda ocurrirá de manera consciente, pero es probablemente menos rica que la parte de la búsqueda que nacerá de los lugares más recónditos que ni el propio creador conoce sobre sí mismo.
El artista comienza allí donde en su idea o en la propia película surge una estructura propia e inconfundible, de las imágenes, un sistema de pensamiento propio en relación con el mundo real, sistema que el director deja luego expuesto al juicio del público, al que ha comunicado sus más profundos sueños.
(Tarkovski, 1984, p. 81).
Pero, ¿qué es una imagen? Las definiciones proporcionadas por la Real Academia Española no resultan tan reveladoras: “figura, representación, semejanza y apariencia de algo.” Si esta definición no resultara lo suficientemente esclarecedora para el asunto que aquí nos importa, válganos ver la cuarta definición proporcionada por la máxima autoridad en materia de nuestra lengua: “Recreación de la realidad a través de elementos imaginarios fundados en una intuición o visión del artista que debe ser descifrada, como en las monedas en enjambres furiosos.”
Es por lo menos curioso que la RAE utilice el ejemplo lorquiano para definir la imagen en su sentido retórico, pero no es ése el tema que me detendré a analizar. Hay un elemento similar en ambas definiciones. La primera nos ofrece las palabras “semejanza” y “apariencia de algo”. ¿Qué significa que algo se asemeje a otra cosa? Quiere decir que no es la otra cosa, que nunca podrá serlo. Quiere decir que los caminos de ambos objetos o conceptos van en líneas que nunca se tocarán. ¿Es la imagen acaso aquello que va en una línea paralela equidistante del objeto mismo del cual se proclama proyección? ¿Es la imagen una proyección, para empezar? Resultaría inocente pensar que el objeto y su imagen (¿se pueden separar?) sean líneas paralelas, cuyos caminos nunca se cruzarán. Bajo tal afirmación, aceptaríamos que la imagen es dependiente de su objeto, que no es más que una mera proyección de éste, que nunca podrá vivir más allá de él y que la naturaleza de ambos es solamente “semejante” o que “se aparentan”.
Estas reflexiones me llevaron a generar tres posibilidades de lectura del objeto y su imagen, usando metafóricamente tres tipos distintos de líneas: paralelas, asíntotas y tangentes.
La figura 1 nos muestra dos líneas que siguen la misma trayectoria y cuya distancia es siempre la misma. Si tomamos la línea azul como el objeto –colocada intencionadamente por encima de la imagen– y la línea roja como la imagen, sí física, pero más que nada intelectual o ideológica, que se desprende del objeto, seguramente que no nos parece tan extraño. La educación tradicional ha pretendido, en más de una ocasión, establecer la dictadura del objeto; esto es, convencernos de que un objeto (o como decía anteriormente, un acontecimiento) es algo cerrado, pasado y que sólo tiene una posibilidad de lectura, que debe ocurrir paralelamente con el estudio minucioso (y manipulado, claro está) de dicho acontecimiento. La imagen cinematográfica, sin embargo, nos permite derribar las barreras del tiempo, ver el pasado, el presente y el futuro como una unidad en constante interrelación y cambio, y revisitar los acontecimientos, a través de la imagen, para generar nuevas lecturas.
La imagen no puede ser paralela al objeto, puesto que esto implicaría que no hay punto de encuentro probable entre ambas, además de que sería anular la posibilidad de ver “como por primera vez” un objeto, lo cual nos otorgaría cada vez distintas lecturas, es decir, imágenes. Con esto no pretendo decir que el objeto y su imagen son lo mismo, pero considero justo poner en duda la definición del diccionario, que mira a la imagen como una apariencia de algo más.
La cuarta definición de la RAE propone conceptos como recreación e incluso, elementos imaginarios. ¿Qué significa recrear algo? Desde el punto de vista más simple, y quizás mediocre, es reproducir algo, es decir, volver a hacer algo que ya está hecho. Pero desde una perspectiva más amplia, recrear significa volver a crear, y no necesariamente hacer una reproducción exacta de algo, sino tomar los elementos que hacen al objeto lo que es y, a través de un reordenamiento de dichos elementos, crear algo nuevo.
En este sentido, el objeto y su imagen tendrían una relación parecida a la que tienen las líneas asíntotas. Es una primera posibilidad de lectura que propongo, que habría que contrastar con la del objeto y la imagen como líneas tangentes. Una línea es asíntota cuando existe una línea recta, vertical u horizontal, que se aproxima tanto de la otra, que su separación tiende a 0, pero que siempre sigue estando separada de la otra. Hay un lugar en la gráfica donde la línea es curva y está más separada de ambos ejes. La imagen puede llegar a tener un lugar donde su vida pueda mantenerse lejos del objeto, pero siempre volverá a aproximarse a éste, aunque no se toquen.
Tomemos, por ejemplo, los primeros dos planos de mi documental Por supuesto que tenemos papeles (pero no el que necesitamos) (2018). En primera instancia tenemos la imagen imponente del rey Albert, que reina sobre el paisaje urbano. Está colocado sobre varias escaleras, dominando el sitio en el que fue puesto. El siguiente plano (que es un contraplano) nos muestra a la reina Élisabeth, que mira hacia el lugar en el que su esposo, el rey Albert, monta su caballo.
“Una imagen falta en el origen. Ninguno de nosotros pudo asistir a la escena sexual de la que es el resultado. El niño que proviene de ella la imagina interminablemente. Es lo que los psicoanalistas llaman Urszene.” (Quignard, 2014, p. 7).
Del mismo modo en que Quignard apunta al hecho de que ninguno de nosotros asistió al momento de su concepción –aunque ello no le impida a imaginarla–, también es posible afirmar que ninguno de los que actualmente vivimos asistió al nacimiento del pensamiento occidental –sin que ello nos impida trazar su ruta–. Nadie estuvo tampoco presente durante la construcción de dichas estatuas, pero es posible identificar en su disposición espacial un intento de adoctrinamiento ideológico: los hombres están hechos para las grandes empresas, y las mujeres para admirarlos. Es probable que quien mandó construir las estatuas ni siquiera fuese consciente de sus propios procederes intelectuales y políticos, pero en todo caso, el haberlo hecho de modo consciente o inconsciente es irrelevante, pues el objeto –y su imagen– ahí está.
Las estatuas del rey Albert y de la reina Élisabeth se encuentran en el Monte de las Artes, uno de los lugares más emblemáticos de la capital belga. Sin embargo, las dos estatuas no cuentan con el mismo privilegio en la disposición del espacio. De hecho, si uno se encuentra en lo alto del parque, sólo se puede percibir al rey Albert de espaldas, montando su caballo y preparado para partir hacia las más aventuradas misiones, mientras que Élisabeth queda completamente invisible.
Quisiera empezar la reflexión sobre la multiplicidad de sentidos de estas imágenes, con la figura 3, un fotograma de mi documental que nos presenta la imagen de Albert dominando el plano. Lo primero que habría que decir es que, si uno no cuenta con una tecnología que le permita fotografiar desde lo alto al rey (una grúa o un dron), la única posibilidad de capturarlo es desde la vista del del peatón que se enfrenta con el monumento. En este caso, el zoom de la lente permitía encuadrar de modo que nos pareciera más cercana la imagen, aunque también la hace parecer más imponente, en un claro ángulo contrapicado, con sólo el cielo detrás de él.
Sigo avanzando con las imágenes, porque la multiplicidad de sentidos no se logrará con claridad hasta no ver la forma en que fueron montadas dichas imágenes. La figura 3 nos muestra, de hecho el punto de vista desde donde Élisabeth observa a su esposo. Además de la posición de superioridad que se le otorga a él al estar montado en un caballo y estar colocado sobre varios escalones, una avenida ancha (con todo y sus peatones despreocupados) los separa. La reina Élisabeth fue terriblemente condenada a ver a Albert siempre desde lejos… pero eso no es todo.


En la figura 5, que es de hecho el contraplano de la figura 4, es posible observar hacia dónde está dirigida la mirada de Élisabeth: hacia arriba. Es decir: Élisabeth no sólo fue condenada a observar a Albert desde la distancia, sino que la condenaron a verlo desde abajo. Cuando vemos estas imágenes contrapuestas, es difícil no reparar en la intención ideológica que hay detrás del ordenamiento geográfico y/o territorial de estas estatuas. Mientras Élisabeth observa devotamente a su marido, él ni siquiera es capaz de mirarla de reojo: Albert está ausente, ya se fue, ya no está, aunque esté, y Élisabeth no lo mira a él, porque no está más, aunque “esté” ahí. Albert está listo para conquistar, para ir más allá del horizonte, y Élisabeth sólo debe admirarlo. De cualquier modo, lo que nos permiten ver estas imágenes, es el inconsciente de quien puso estas estatuas ahí, y de paso, el mío propio, al articular estas imágenes de un modo preciso para enarbolar un discurso.
Si se quiere lograr afectar al espectador de la misma manera en que un evento o una imagen afectó a uno mismo, entonces (…) hay que despertar en el espectador un estado anímico análogo al de uno mismo en el momento del encuentro real.
(Tarkovski, 1984, p. 43)
Cuando llegué por primera vez –y casi por accidente– al Monte de las Artes, la disposición espacial de las estatuas llamó mi atención casi de inmediato. Muy rápido supe que quería expresar esa misma sensación que yo había tenido al ver al rey Albert y a la reina Élisabeth en posiciones de poder tan asimétricas entre sí. Así que me coloqué desde el punto de vista de la reina, para retratar la inmensidad de la figura del rey. Después, intenté retratar el punto de vista del rey, y aquí sucedió algo sumamente interesante: sin importar la variedad de emplazamientos que intentara hacer con mi cámara y mi trípode, nada podía, en realidad, retratar lo que el rey ve. Si bien era posible ponerme frente a la reina, del otro lado de la calle (y de hecho, la figura 6 es el ejemplo), no es éste realmente el punto de vista de Albert, que en ningún momento la está volteando a ver. Esto quiere decir que la única posibilidad que me otorgó la cámara en ese momento (y por lo tanto el montaje) es hablar de la posición de ella respecto de él, y de la mirada de ella, más que la del rey. La mirada del rey, sólo la podemos imaginar pero nunca podremos estar en el lugar del rey. Este mismo sentimiento, que nacía de un razonamiento lógico como de sensaciones más bien intuitivas, es la que yo me propuse expresar a través del montaje.
Para el arte, las posibilidades más ricas resultan indudablemente de aquellas relaciones asociativas en las que se funden las valoraciones racionales y emocionales de la vida. (Tarkovski, 1984, pp. 38-39).
Por el modo en que fueron reordenadas las imágenes y el discurso en voz en off que acompaña a estas imágenes, es posible crear a partir de ellas una multiplicidad de sentidos que no necesariamente se corresponde con el objeto en sí, aunque sí se cruza con él. De este modo, creo que la relación que existe entre un objeto y su imagen –cinematográfica, si se quiere– es parecida a la que existe entre las líneas tangentes.
Una línea es tangente de otra cuando ambas líneas se tocan y luego se separan para siempre. Esta lectura que propongo resulta un tanto más radical: la imagen y el objeto se cruzan, y luego, la primera deja de depender del objeto en sí mismo para seguir existiendo. No hay imagen sin objeto, cierto, pero la imagen alcanza en la teoría tangente, su mayor autonomía del objeto. Si logramos aceptar que la imagen generada por un objeto puede vivir más allá del objeto y realmente crear significados de una naturaleza no necesariamente semejante a la de su objeto, podemos suponer que el poder de la imagen radica en su capacidad de significar muchas cosas: en la multiplicidad de sentidos vive la esencia de la imagen.
Me parece más lógico pensar la imagen en estos términos que en los de las líneas asíntotas, ya que en ese caso, se estarían afirmando dos cosas que no comparto: primero, que la imagen y su objeto nunca se tocan, nunca se cruzan; y segundo, que la imagen va siempre persiguiendo la misma ruta que el objeto, sin lograr tomar nunca su propio camino.
La línea r de la figura 7 representa la tangente, que es para mí la manera más acertada de describir la relación entre un objeto y su imagen. Las imágenes que se pueden desprender de un objeto son infinitas, y el montaje nos posibilita la exploración de la multiplicidad de sentidos. Las estatuas del rey Albert y de la reina Élisabeth cobran otro sentido –si se quiere, impuesto por el artista– pero que abre el camino a una lectura nueva sobre estos mismos objetos. Esta visión nos permite rebelarnos contra la dictadura del objeto, y abrirnos paso hacia la democracia de la imagen. Esto no significa que la imagen sea completamente democrática: por el contrario, en su naturaleza múltiple, sigue determinando una direccionalidad con la que dicha imagen debe ser leída, pero por lo menos, abre la posibilidad de distintas lecturas cuya subsistencia no dependerá más del objeto en sí mismo. De cualquier modo, sería tremendamente idealista (o bien, fascista) sugerir que un objeto pueda ser percibido por todos como la misma cosa, y que todos le otorguemos el mismo sentido.
En el caso de la relación entre Albert y Élisabeth, a través del montaje pretendo evocar la asimetría de poder que existe entre el hombre y la mujer (que puede estar más presente a primera vista), pero también hago relaciones de sentido que parecen mucho menos obvias, como la asimetría de poder existente entre el individuo y el Estado, el conquistado y el conquistador, o el inmigrante ilegal y el ciudadano. Por supuesto que yo estoy consciente de que el constructor de dichos monumentos no pensó jamás en lo que yo estoy infiriendo de sus estatuas, ni podía imaginar la crisis migratoria del siglo XXI. Pero ahí es donde el artista debe asumir su posición autoral: en su capacidad de invitar a otros a ver la realidad desde un punto de vista distinto. Y el cine es su mejor aliado en esta tarea.
Haciendo primeros planos sobre el inventario de realidades, señalando detalles de lo familiar normalmente ocultos, indagando en contextos corrientes bajo la inspirada guía del objetivo, el cine, por un lado, nos permite conocer mejor las necesidades que rigen nuestra existencia y, por otro, nos abre un campo de acción inmenso e insospechado. (Benjamin, 1939, pp. 46-47).
La imagen cobra, pues, la multiplicidad de sentidos, a través del trabajo “manual” del artista. Toda imagen es una enmarcación trabajada de la realidad, por el simple hecho de que está pasando, en primera instancia, por el mecanismo de percepción (la consciencia) del autor, quien reordena los elementos otorgados por la realidad para hacerlos legibles y crear un nuevo sentido, y, en segundo lugar, porque será(n) otra(s) consciencia(s) la(s) que perciba(n) dicha realidad reordenada.
La libertad que descubrimos y asumimos cuando caemos en cuenta de que toda imagen que generamos al hacer cine es en sí misma una manipulación, o si se prefiere, un trabajo hecho con las manos, es precisamente lo que nos permite acercarnos más estrechamente del objeto, y luego, poder separarnos de él, como una tangente, para recrear, es decir, para crear de nuevo, y a partir de los elementos proporcionados por el objeto, una lectura legible del mismo y por lo tanto, de la realidad. No sirve de nada definir algo para quedarnos con la tranquilidad que dan las definiciones. La actitud del artista debe llevarlo a entender una definición para luego comprender que el objeto es mucho más que su definición, y buscar constantemente en las imágenes, nuevos significados que se irán complementando o contradiciendo con los anteriores. De este modo, la imagen y el objeto se vuelven realmente tangentes, y los significados creados por la imagen dejan de depender del objeto del cual nacieron.
Capítulo 2: Máquinas de tiempo: el cine como material presentado
El proceso del montaje cinematográfico, si se entiende como lo expongo en el primer capítulo, es decir, como líneas tangentes, en donde el objeto y la imagen se cruzan, y luego cada uno puede vivir separado del otro, se vuelve un arte tan democratizante como el Teatro del Oprimido de Augusto Boal. Así como el director brasileño afirmaba que el teatro burgués, y el mecanismo que opera detrás de éste, buscan a toda costa hacernos creer que los eventos del mundo son materia del pasado, y que pueden ser observados mas nunca cambiados, también hay un cine –que no es necesariamente burgués, pero que sí defiende los intereses más conservadores– que busca limitar las maneras en que un objeto (o persona, o acontecimiento) puede ser representado, descifrado y leído. La propia interpretación no tendría cabida en una propuesta de esta naturaleza, más que para –irónicamente– extraer de la imagen únicamente lo que el autor impone como su visión del mundo.
Pero incluso el cine que se diga más revolucionario, suele caer constantemente en este vicio, al igual que el cine burgués o que el cine reaccionario, puesto que todas estas formas siguen defendiendo hasta un extremo peligroso la idea del autor como un ser prodigioso cuya visión no debería cuestionarse, sino más bien aceptarse, en una actitud, no sólo de agradecimiento, sino de reverencia hacia el “regalo” que el director le hace al mundo a través de su obra.
La línea es muy delgada: el mundo no necesita la obra de un autor, y sin embargo, una vez creada, el mundo no puede prescindir de ella.
El artista debe entender esto con cabalidad para no huir de la responsabilidad que le fue conferida: tomar las armas del arte y librar una batalla dolorosa, en una especie de sacrificio por su prójimo, que cuando mucho reconocerá su trabajo en una charla de café, o, con mucha suerte, en alguna mesa de discusión sobre cine. Pero hay un público que no conversa en las terrazas de las cafeterías, y que no dirige conferencias magistrales, que lleva en lo más profundo de su corazón la creación de un cineasta.
Al asumirse como una pieza importante dentro de la sociedad, el cineasta sabe que su discurso es y debe ser innegociable, pero no inflexible. Es decir que el artista no puede autocensurarse para agradar al público –o a las instituciones culturales del gobierno, como muchos hacen–, pero tampoco puede actuar como un dictador cuyos puntos de vista son inamovibles. Es verdad: el autor no puede componer pensando como tal en el lector-espectador, y sin embargo, no puede estar jamás separado de él, como no puede alienarse de su entorno, al tiempo que necesita una distancia de éste para poder crear. Entonces, el artista debe reconocerse a sí mismo como prescindible e indispensable, como sociable y huraño, como encargado con una misión y como un simple ser humano cuya muerte no cambiará el orden del universo, y encontrar en estas contradicciones su fuerza creativa. Todo el mundo puede actuar, dice Boal, y estoy de acuerdo. Pero no todo el mundo está dispuesto a encontrar dentro de sí su potencial creador. De modo que el artista que entiende su labor debe tomar una posición respecto del mundo, o bien, como decía Tarkovski, mostrar los fenómenos en su complejidad. Pero al mismo tiempo, el autor debe reconocer que su profesión lo coloca en un sitio desde el cual manipular es muy fácil, y debe actuar con extrema precaución.
El artista manipula, sí, porque como decía en el primer capítulo, interviene un objeto con sus manos para convertirlo en lo que él quiere, y expresarse de ese modo. Pero es deseable que el trabajo del artista deje vertientes abiertas, propensas a distintas interpretaciones, y no a una sola. Para decirlo en términos contundentes: el artista no debe tener un comportamiento fascista.
Si el artista entiende que su quehacer está estrechamente ligado a su responsabilidad para con la sociedad, entonces está listo para presentar los eventos efímeros capturados y reordenados, comprendiendo a su vez que no debe imponer su visión por la fuerza, sino que debe exigir en su espectador un alto nivel de compromiso ético, para experimentar juntos el milagro que es la creación artística.
El evento efímero se escapa para siempre de los ojos de las personas, incluso de aquéllas que lo vieron directamente. La lente tiene la posibilidad de registrar para dar testimonio de esos momentos que se han ido para siempre. No creo en absoluto que ésa sea la única función de una cámara, puesto que eso sería restringir sus posibilidades a las de la más vulgar “documentación” de los hechos. Precisamente, pensar en el cine como un mero registro de algo pasado, sería afirmar que los objetos y las imágenes presentadas ya no tienen otra posibilidad de lectura, que son eventos imperturbables, y que como espectadores sólo estamos ante el testimonio de lo que fue. La lente, en efecto, como decía Benjamin, fractura la realidad, pero eso no debería entenderse sino como una posibilidad de mostrar algo que a simple vista no es evidente. Eso busca el quehacer cinematográfico, desde mi perspectiva: mostrar aquello que no es visible a primera vista; traerlo al primer plano mental y otorgar una oportunidad de reconstrucción de la realidad, no a modo de capricho, sino de aprender a operar todos más conscientemente en relación con ella.
El taller de teatro que llevé a cabo con los integrantes de “La voz de los indocumentados” sucedió y tuvo un impacto preciso sobre quienes formamos, de una manera u otra, parte de ese proceso. En el cortometraje documental, el taller no sucedió, sino que sucede. El tiempo no se lleva consigo los pensamientos que se generaron en nosotros a partir de nuestra experimentación, pues como Freud afirma, todo aquello que alguna vez pasó por la mente, estará ahí para siempre, consciente o inconscientemente. Pero la intensidad de esas vivencias irá disminuyendo necesariamente; no así en el documental. Retomando una postura cercana al trabajo de Tadeusz Kantor, podría afirmarse que el arte teatral muere en el preciso instante en que nace, y lo hace frente a los ojos de todos. Y creo que, en términos filosóficos, lo mismo ocurre con el cine, con la diferencia de que siempre podremos retornar al archivo y consultarlo, aunque nunca siendo los mismos que la vez anterior que recurrimos a él. Retomemos la paradoja de Heráclito: “Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos.”
Por ello me parece relevante declarar abiertamente mi postura sobre el tiempo cinematográfico: nada de lo capturado es el pasado. Lo capturado es siempre lo presente, y para que fuese más claro, sería preciso encontrar una palabra distinta, que no nos dé la idea de algo que no se mueve más. Quizás registrado sea un término que abra más posibilidades temporales al material cinematográfico, pero de cualquier modo, la imagen que se sigue generando ante este objeto-palabra, es la de algo cuyas posibilidades de mutación han sido completamente anuladas. Séanme pues perdonados el atrevimiento y la redundancia para decir que el tiempo cinematográfico no está capturado ni registrado, sino presentado. Esta posición es la única que encuentro coherente con mi trabajo como creador, puesto que, de cualquier otro modo, estaría afirmando que el arte del cine culmina con la posproducción, y que el intercambio entre autor y espectador sólo existe como algo ajeno al quehacer creativo, como un paso “obligatorio” en términos cuasi mercantiles, pero no como una última parte de la creación en sí misma. Decir que el material está presentado es, pues, la única forma de asumir una posición no fascista frente a la labor cinematográfica.
Pasolini dice: “El cine reproduce el presente (…) y el montaje es una multiplicación de presentes.” (1972, p. 84). El cine ocurre también en tiempo presente, y por eso, como lo afirmaba Kantor sobre el teatro, el cine también es el arte de la muerte, y revive y vuelve a morir cada vez que una película es reproducida. Pensar en el cine como un reproductor del pasado es bajar los escudos, rendir las espadas y afirmar con tono derrotado: “sí, tomen estas imágenes y atraviésenlas, mátenlas, porque de cualquier modo, no se puede matar lo que ya no existe.” Vamos, que no hace falta una gran capacidad intelectual para decir que en las formas más tradicionalistas de entender el tiempo, como algo lineal, se podría afirmar que lo presentado en una película ya ocurrió, y que lo que está ahí plasmado no se va a modificar: el gesto del actor-sujeto no mutará, la duración del pietaje será la misma y la progresión de los eventos no cambiará… el material está “grabado, registrado”. ¿Sería demasiado pedir que pensemos en el tiempo como una mera ilusión humana, y afirmar que el pasado, el presente y el futuro interactúan infinitamente, puesto que no existen más que en nuestras mentes? Si fuera una demanda complicada, entonces solicitaré de nuevo la disculpa del lector para desviarme comentando un curioso dato, que pudiendo tener algunas imprecisiones científicas, funciona más como una metáfora que como un estudio riguroso de una agencia espacial o de un doctorado en física.
Supongamos que exista un telescopio tan potente que sea capaz de ver a los seres sobre la superficie de un planeta. Si ese telescopio se encontrase en Marte, y apuntara hacia mi recámara, y más aun, pudiese ver el monitor de mi computadora, vería que la última línea escrita en mi documento es:
“Por ello me parece relevante declarar abiertamente mi postura sobre el tiempo cinematográfico: nada de lo capturado es el pasado.” Es decir, nuestro planeta rebota la luz del sol, y llega a Marte treinta minutos después, por lo que lo último que los marcianos verían es lo que estaba escrito en mi computadora hace media hora.
Pero seamos un poco más extremos: una sociedad extraterrestre increíblemente evolucionada, ubicada en un planeta a 2,000 años luz, ha desarrollado un telescopio tan potente, que puede observar con claridad la superficie de la Tierra y a quienes en ella habitan. Por supuesto que no podrían ver mi computadora, puesto que hace dos mil años, no existían. Un poco obvio, ¿no? Sucede que un planeta ubicado a esa distancia recibe la luz rebotada por la Tierra con 2,000 años de “retraso” (¡que no es un retraso en realidad, porque el tiempo es una ilusión!). Estamos tan seguros de nuestras propias vidas y de su progresión temporal (casi dramática, podría decirse), que no concebimos que lo anterior sea posible. Pero si esta sociedad de inteligencia avanzada apuntara ese telescopio de potencia descomunal hacia la península itálica, y más concretamente, a Roma, vería el apogeo del Imperio Romano. Y si simplemente vieran la esfera terrestre, verían su superficie mucho menos devastada por la actividad humana.
Para esa sociedad extraterrestre, el Imperio Romano estaría sucediendo en el presente. Lo mismo ocurre con el cine: no importa si la película se produjo en 1930 o ayer: siempre está ocurriendo en el presente, por lo que el material cinematográfico debe entenderse siempre y en todo momento como presentado, y no como capturado o registrado. Mi trabajo como cineasta está en jugar precisamente con el hecho de que el tiempo es una ilusión, y explorar las posibilidades que ello me otorga. A través de la tecnología que permite registrar mecánicamente las imágenes, y con la ayuda del montaje como un reordenamiento de los elementos de la realidad para crear sentido, o como lo llama Marimón, “un acto de magia”, el artista cinematográfico rompe las barreras del tiempo y del espacio, y pone al espectador frente a un acontecimiento en el presente. No sólo el teatro, sino el cine también debe abordarse en gerundio: está pasando.
Se suele decir que el tiempo es irrecuperable. Esto es cierto en cuanto que –como se dice– no es posible desandar lo andado, recuperar el pasado. Pero, ¿qué significa “pasado”, cuando para toda persona lo pasado encierra la realidad imperecedera de lo presente, de todo momento que pasa? (Tarkovski, 1984, pp. 78-79)
Quignard dice, citando a Plutarco en “Sobre la fama de los atenienses V, 1” que mientras “los pintores muestran las acciones como a punto de acaecer, los relatos las narran como ya acaecidas.” (2014, p. 45). La pista que el filósofo e historiador griego nos estaría dando, es que el cine debiera parecerse más a una pintura que a un relato, al menos en este aspecto. El cine no puede narrar en pasado, ni siquiera cuando se trata de una analepsis en un relato ficticio; el cine siempre debe mostrar las acciones como a punto de acaecer, es decir, narrarlas en gerundio. La imagen cinematográfica no está muerta al momento de ser reproducida mecánicamente, sino que está volviendo a vivir frente a los ojos de todos: “la imagen pertenece al mundo vivo; es biológica; vive antes del fin; señala indicios; vaga en la potencia pre-motriz de la acción.” (Quignard, 2014, p. 48).
Hace un tiempo, mostré mi documental a un grupo de alumnos. Uno de ellos dijo: “Este documental sólo ha reforzado mi idea de que odio a los migrantes y que considero que nadie debería irse de su país de nacimiento.” No podría estar más en desacuerdo, pero respeté su opinión y motivé al resto de los alumnos –un tanto enojados– a hacer lo mismo. ¿De qué modo habría logrado esta pieza audiovisual mover esos sentimientos en este joven, si no fuese porque el material cinematográfico está vivo y presentado? Las ideas anti-migrante que este cortometraje generaron en el alumno estaban ocurriendo en ese momento, ante las imágenes que para él sucedieron ese día en clase, por primera y última vez. Antes de ese día, para él, las imágenes no habían sucedido; para él, las imágenes suceden aquel día de septiembre de 2019. Y las imágenes del documental son presentadas para mí cada vez que vuelvo a mirarlo.
El cine es una máquina del tiempo que nos lleva siempre al presente; que logra, como decía Pasolini, que el presente se multiplique. El cine, pues, funciona como ese telescopio situado en un planeta a dos mil años luz del nuestro, apuntando hacia la Tierra: decirle a esa civilización que tanto empeño puso en construir un artefacto para espiar a los humanos, que el Imperio Romano ya sucedió, sería ridículo, pues ellos lo están viendo en ese momento; del mismo modo que sería ridículo decirle a alguien que observa un material audiovisual: “ya no lo veas, no tiene caso, ya sucedió.” El cine es.
Una imagen cinematográfica sólo será realmente cinematográfica –entre otras cosas– si se mantiene la condición imprescindible de que no sólo viva en el tiempo, sino que también el tiempo viva en ella.” (Tarkovski, 1984, p. 89)
Bibliografía
Archer, Bruce. “The Nature of Research.” Co-design, interdisciplinary journal of design, enero de 1995, 6–13.
Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. Traducido por Wolfgang Erger. España: Casimiro Libros, 2018. Original de 1939.
Boal, Augusto. Teatro del oprimido: teoría y práctica. Traducido por Graciela Schmilchuk. Barcelona: Alba, 2009. Original de 1978.
Boal, Agusto. Teatro del oprimido 2: ejercicios para actores y no actores. Traducido por Graciela Schmilchuk. México: Nueva Imagen, 1980. Original de 1978.
Marimón, Joan. El montaje cinematográfico: del guion a la pantalla. Barcelona: Universitat de Barcelona Edicions, 2014.
Pasolini, Pier Paolo. El cine como semiología de la realidad: discurso sobre el plano-secuencia. Traducido por UNAM. México: CUEC-UNAM, 2006. Original de 1972.
Quignard, Pascal. La imagen que nos falta. Traducido por Alain-Paul Mallard. México: Ediciones Ve, 2015. Original de 2014.
Tarkovski, Andréi. Esculpir en el tiempo. Traducido por Enrique Banús Irusta. Madrid: Ediciones RIALP, 2000. Original de 1984.
Filmografía
El otro lado de la esperanza. 2017. De Aki Kaurismäki. Finlandia.
Las estatuas también mueren. 1953. De Alain Resnais y Chris Marker. Francia.
Entre las fronteras. 2016. De Avi Mograbi. Francia-Israel.
El acto de matar. 2012. De Joshua Oppenheimer. Estados Unidos.
Crayones de Askalan. 2011. De Laila Hotait Salas. España.
Teatro de Guerra. 2018. De Lola Arias. Argentina-España-Inglaterra.
Ventura. 2012. De Pedro Costa. Portugal.