Abstract
The forthcoming study aims to compare the works of the Russian writer Anton Chekhov and the French filmmaker Éric Rohmer. The objective is to identify commonalities, both formal and ethical, between these two distinguished auteurs. Their similarity lies in a shared conception of realism and objectivism in art: they present a world from a false transparency, never fully revealed. Rather than merely depicting reality, they strive to reveal its ambiguous structure through gestures and subtle language. This approach allows them to create innovative narrative effects and to challenge conventional plot assumptions. In contrast to traditional storytelling —based on logic causality—, their works avoid any thrill centered on drama; instead, they focus on the characters’ perspectives within these dramatic situations. The characters are not driven by the story: they are the story themselves. Thus, Chekhov and Rohmer eschew any central conflict in favor of narrative distension. This technique can be sight through their endings on works like The Student (1894) or the whole series of the Contes Moraux (1962-1972), and it reflects a unique conception of fiction shared by both authors, wherein hazard plays a crucial role in connecting with the world.
Keywords: Rohmer, Chéjov, Estructuras narrativas, Realismo, Azar.
Introdução
Dos años después de trabajar en el guion de Umberto D. (Vittorio da Sica, 1952), Cesare Zavattini publicará un artículo crucial en la recién nacida Cahiers du cinéma. “Tesis sobre el neorrealismo” (1954) será el título para una serie de consideraciones sobre una nueva corriente cinematográfica que será, a su vez, una nueva forma de concebir la imagen:
La característica más interesante del neorrealismo, su novedad esencial, me parece que es haber descubierto que la necesidad de la intriga no respondía sino a una manera inconsciente de enmascarar una derrota humana, y que la imaginación, tal y como suele ejercerse, no hacía sino superponer esquemas muertos a hechos sociales vivos: en sustancia, nos hemos apercibido de que la realidad es extremadamente rica, pero que era necesario saber mirarla (…) De una falta de confianza inconsciente y profunda en la realidad, de una evasión ilusoria y equívoca, se ha pasado a una confianza ilimitada en las cosas, los hechos y los hombres (Zavattini 1954).
Puede que la fuerza de esta cita surja de la facilidad de descontextualización que tiene: bien podría servir para alumbrar el realismo literario del XIX, bien podría entenderse como unas palabras proféticas que seguirán ciertos autores franceses en el cine de los sesenta. El postulado del guionista italiano, en efecto, remite al consejo que Antón Chéjov le daba a Aleksandr Kuprín cuando este le pedía enseñanzas de escritura: «Escuche, vaya con frecuencia en tercera clase. Allí a veces se oyen cosas extraordinariamente interesantes» (Chéjov 2019, 208). También recuerda a la premisa de Éric Rohmer, quien entendía el cine como un ‘mostrar’, esto es, «el cine como un arte que ve la realidad tal y como es» (Rohmer y Pasolini 1976, 55). En los tres casos, en última instancia, se impone una suerte de poética de la visión donde el mundo deviene un campo inabarcable de contenido en potencia. Todo puede ser retratado, todo merece ser retratado. Cuando la visibilidad se vuelve prioritaria, el espacio más nimio se vuelve tematizable: todo cabe en la obra de arte.
En realidad, esta máxima del realismo, tan imbricada con la experiencia visual, es la que aúna a dos autores como Chéjov y Rohmer. En sus filmes y cuentos, pequeños cuadros de escenas cotidianas, la cuestión de la transparencia es central: continuamente se preguntan cómo plasmar la realidad de la manera menos intervencionista posible. No por casualidad, el antecedente flaubertiano del autor como Dios que debe estar presente en las obras sin ser visible, será una referencia constante en el escritor ruso y el director francés. Sin embargo, de lo que ambos se dieron cuenta, lo veremos, es de que en toda representación pretendidamente objetiva de la realidad tiene lugar una revelación, una suerte de desocultamiento de ciertos detalles, de significados latentes que pasan desapercibidos a la mirada ordinaria.
Desenvolvimento
En El estudiante (1894), Chéjov narra la vuelta a casa de un joven estudiante de teología, Velikopolski, en el atardecer del invierno ruso. Encogido por el frío, el fulgor de una hoguera lo atrae hasta la huerta de las viudas, donde viven dos viudas, una madre y una hija. El estudiante, desvergonzado, les relata el episodio bíblico de la negación de Pedro. Al terminar, la madre empieza a llorar desconsoladamente, recordándonos inmediatamente al llanto amargo de Pedro tras el cantar del gallo; la hija, «por su parte, miraba fijamente al estudiante, ruborizada, con la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor»1. Abrumado por esta densidad sentimental y convencido de que ha sido el Evangelio lo que ha causado dicha impresión en las viudas, Velikopolski abandona el fuego y se sumerge de nuevo en la oscuridad de la noche.
Como prácticamente siempre en Chéjov, el cuento empieza y acaba del mismo modo: el estudiante deambulando por los senderos, haciendo algo de tiempo antes de volver a casa. En medio, algo ocurre. Se trata de un procedimiento al que Magarshack (1980) llamó ‘acción indirecta’: los personajes no hacen gran cosa en escena, pero en torno a ellos se resuelve su destino. En El estudiante no se plantea un problema moral, sino que una atmósfera casi teatral, la de la hoguera cercada por la negrura, emplaza una sutil revelación. Si a Pedro se le manifestó la profecía cristológica entre los olivos, a la madre le hace mella la experiencia del apóstol. La voluntad retratista que se mencionaba más arriba desvela su potencial: en el mostrar se destilan otras significaciones. Más allá de la transparencia, pero siempre a través de ella, el realismo descubre la ambigua estructura del mundo.
«… y de pronto todo se le aclaró». Esta sencilla cita de Chéjov fue la que Raymond Carver, acérrimo heredero del cuentista ruso, copió en octavilla para colgarla en la pared de su despacho. «Estas palabras —declaraba— me parecen llenas de expectativas y posibilidades. Me encanta su llana claridad y el asomo de revelación implícito en ellas. Por otro lado, encierran algo de misterio. ¿Qué es lo que no había estado claro? ¿Por qué justo ahora logra dilucidarse? ¿Qué fue lo que sucedió? Y sobre todo: ¿y luego, qué?»2. Lo que podría parecer un final lastimoso para una novela mediocre se convierte, para Carver, en la esencia estilística de alguien que dedicó 600 cuentos a mostrar lo que se esconde detrás del verbo. La lectura que hace el escritor norteamericano es sugestiva. Entiende las palabras de Chéjov desde una perversa dicotomía, donde primero asoma, esperanzadora, la claridad como una epifanía, de la mano siempre con la promesa certera. Sin embargo, como él mismo constata, esa claridad “encierra algo de misterio”. Aquello que a primera vista parece entregar, lo arrebata luego con el punto. El cuento ha terminado, pero no del todo. Tuvo una revelación, ¿y ahora qué?
Parece que Chéjov se arroga la máxima de todo maestro: ofrece respuestas sin que estas lleguen nunca a ahogar las preguntas. Pues, para él, lo que importa no es tanto la clarividencia como qué se hace luego con ella. Se podría asociar la cuestión del revelamiento con la temática de El estudiante, pero lo cierto es que, además de ser un procedimiento habitual en él, tampoco es excepcional el motivo religioso en el ruso, lector obsesivo del Libro Sagrado desde su niñez. El cuento, en efecto, opera con dos historias, una de semblante claramente devocional y otra más sutil, de la que sólo podemos adivinar ciertos carices. Por un lado, el episodio del Huerto de los Olivos, en el que Pedro niega tres veces que conoce a Cristo y llora luego por su traición; por otro lado, el impacto que esa primera historia tiene sobre las viudas. En esa intersección de historias, sin duda, algo ocurre, pero Chéjov sortea toda explicación: el cuento termina, la enseñanza resolutiva se desvanece. El narrador, voz en tercera persona, alterna la objetividad omnisciente con la subjetividad de Velikopolski, lo que permite jugar con la información dosificada. Aquello que el lector va sabiendo de la historia no lo brinda exactamente la cámara —que parte de un objetivismo genérico—, sino el ángulo y la distancia respecto al joven teólogo, «his ‘aperture’ (receptiveness), ‘focus’ (clarity of vision) and ‘shutter speed’ (intelligence)» (Bloom 2001, 47). La propuesta de Chéjov, pues, consiste en contar lo que ocurre obrando desde dos instancias: una más general, que al no estar sometida a un juicio termina siendo incierta, y una más particular, a través de la cual, sagazmente, se nos conduce narrativa e ideológicamente. La viuda llora, y el narrador no explicita exactamente por qué lo hace3; Velikopolski, no obstante, se entromete en la exégesis de su sollozo, asumiendo —e induciéndonos a asumir— que llora por la conmoción de su relato. Así, en esta encrucijada, se advierte la definición que postuló Ricardo Piglia: «un cuento siempre cuenta dos historias (…) se narra en primer plano la historia 1 y construye en secreto la historia 2. El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1» (Piglia 2001, 104).
Tejer dos historias abre en la obra un nuevo campo narrativo de latencias donde no se trabaja en aras de un final sorpresivo, sino en pos de una tensión que no se resuelve nunca. Y de nuevo, el efectismo de este engranaje lo logra el acierto cuentista de Chéjov: el punto de vista, centrado en Velikopolski, cuenta la segunda historia (la razón del llanto de la madre y del dolor de la hija) como si perteneciera causativamente a la primera (el lamento de Pedro). En esa zona implícita, de elusiones jamás expresadas, se desata una compleja red de sentidos, donde la crónica bíblica hace estallar la vida interior de dos viudas acogidas por el calor del fuego. Lo que jamás osaríamos preguntarle al escritor —qué había antes de esa hoguera— palpita en «la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor» de la hija. Advertimos, entonces, que el significado del relato tiene la estructura del secreto. Pues hay algo en el cuento que estaba implícito desde el origen, pero que Chéjov guardaba en silencio. Un secreto que actuaba, sin nosotros saberlo, en la historia de forma permanente. Y no se trata de sonsacar una interpretación. Se trata de asumir que siempre había faltado algo.
Delphine, tras un verano de tumbos y zozobras amorosas, decide ir a Biarritz a pasar unos días. Allí, durante un paseo de ruta costera, se sienta a escuchar la conversación alejada de unas señoras de la provincia. Hablan sobre Le Rayon Vert, la novela de viajes de Julio Verne, quien acuña este nombre, “el rayo verde”, para referirse al discreto destello de color verde con el que cierra el sol del atardecer. Según Verne, cuando alguien ve esa luz casi esmeralda, los pensamientos propios y ajenos se revelan como por arte de magia. Poco inspirada por estas palabras y de capa caída por los infortunios del viaje, Delphine resuelve ir a la estación de tren para volver a París, su ciudad de residencia. Mientras espera el tren, un chico se le acerca con la excusa de un libro de Dostoievski y le pregunta qué hace ahí. Por invitación del chico, y para frenar la vuelta a la rutina, lo acompaña a visitar Saint-Jean-de-Luz, donde una caminata a orillas del mar y las vistas al Atlántico emplazan la puesta de sol en la que destellará, para sorpresa de ambos, el rayo verde [Figura 1].
Delphine, estremecida, exclama un sentido «¡Sí!», mientras señala el fenómeno astral; el chico, aún incrédulo, se limita a abrazarla sabiendo que ese suceso implicará alguna cosa, pero su expresión acongojada indica que no sabe muy bien el qué. Como la sugerente cita chejoviana que recuperará Carver, el filme de Rohmer es ambiguo. Hay una revelación, sí, ¿pero entonces qué? La sagacidad del director francés, como la del escritor ruso, consistirá en romper la obra cuando todo está por ocurrir. La epifanía que la película había incubado durante hora y media (de hecho, la posibilidad del “rayo verde” ya aparece en el propio título de la obra) se desinfla con los créditos. Rohmer no regala un beso de amor ni concede un leve gesto de unión; el cineasta guarda para la imaginación el futuro entre Delphine y el chico después de ese destello.
Puede que el primer impulso interpretativo sea el de creer, siguiendo la inercia de la película, que el rayo es una suerte de ‘acción decisiva’, una intersección entre causalidad exterior —el fenómeno— y deseo subjetivo —el enamoramiento que esperanza Delphine—. Pero aquí, reprendiendo los mecanismos de Chéjov, se gestan dos instancias narrativas que nos obligan a dudar de una resolución unívoca. Por una parte, «lo cotidiano capturado por la cámara de Rohmer con profusión de detalles verídicos; [por otra,] lo maravilloso intuido, anhelado por Delphine a lo largo del relato y finalmente presente a los sentidos, a la percepción, como una suerte de prueba visual última e incontestable del cumplimiento de las ensoñaciones de la protagonista» (Rodríguez 2003, 214). Si bien la ilusión del personaje, como en Velikopolski, induce a proyectar un final feliz, el objetivismo de Rohmer, como el narrador chejoviano, dota el final de cierta musculación irónica. Esta disonancia entre personaje y narrador, entre enunciador y enunciado, fue estudiado por Pascal Bonitzer, quien dijo que «la réalité de l’histoire se conforte de la fragilité du récit» (Bonitzer 1991, 14). La ambivalencia del desenlace, de nuevo, empieza cuando la palabra se topa de forma irremediable con lo mostrado: el habla no alcanza. No hay verbo en boca de la viuda, tampoco la hay en Delphine.
El relato introducido en la propia obra —el episodio de Pedro; la superstición del rayo de la novela de Verne— moldea la realidad de los protagonistas. Las ficciones configuran y determinan las percepciones del estudiante y de la joven viajera. Unas percepciones, podríamos decir, que no pueden soportar la crueldad de la existencia: dos viudas que lo han perdido todo; volver a París sin amor. Sin pretensión de señalarlo, la falsa transparencia que procuran los autores deja al desnudo el riesgo de una inocencia imaginaria. Cuando el final feliz no es representado, tal vez es porque el desencanto más desolador también es una posibilidad. El idealismo indudable de los personajes colisiona contra el laconismo impreciso de los narradores. Si más arriba, con Zavattini, asumíamos que es necesario abrir los ojos, Chéjov y Rohmer entienden que en ese gesto hay implícito un dolor. Y quizás por eso recurren al mutismo. Saben que abriendo los ojos se engarzan en el realismo más esencial, aquel que pugna contra la imaginación quijotesca. Pero también saben que hacer eso conlleva una decepción. Siguiendo a Claudio Guillén: «el realista puede verse como un idealista reformado, cuyo comentario puede deducirse de los ideales cuyo declive ha vivido» (Guillén 2007, 132).
Existen otras convergencias entre Chéjov y Rohmer, como las premisas con las que abordan sus obras. Atendiendo los numerosos cuentos del primero o las series del segundo —dos de ellas, precisamente contes—, reparamos en su sencilla puesta en escena. En el cuentista ruso, como en el cineasta, «una foto desdibujada y un tren en movimiento adquieren una poderosa ilusión de vida» (Villoro 2004, 1). Se trata de autores que de la simplicidad hacen germinar potencias. Como se ha visto, su dispositivo narrativo contribuye a dicha emergencia de significados, pero también lo hace la humildad de sus propuestas temáticas. En Chéjov, un estudiante se encuentra casualmente con dos viudas acogidas por una hoguera; en Rohmer, una joven se topa, casualmente, con un chico en una estación. En realidad, ambos experimentaron con la oportunidad de emplazar una situación común en un escenario común, y en ver cómo eso se resuelve. «El cine de Eric Rohmer [y esto es válido para la prosa chejoviana] era fundamentalmente un cine de los modos de existencia, de los enfrentamientos de estos modos y, eventualmente, de la relación que se entabla con un afuera, es decir, con aquellas fuerzas que bien pueden ser pensadas en términos de azar o de gracia, pero que de todas maneras hacen posible un contacto con el mundo» (Rival 2012, 76).
Si bien los parámetros narrativos más convencionales focalizan la atención en el drama, Chéjov y Rohmer se centran, en cambio, en las perspectivas de los personajes dentro de esos dramas. Los personajes no son conducidos por la historia: ellos son la historia. Y es en este sentido que debemos leer la presencia del azar en sus obras. No como un recurso que determina la trama, sino como un elemento que (pre)dispone una situación. El azar como punto de disposición y no como punto de inflexión. Esta noción es fundamental porque elude la tradicional asunción según la cual la fortuna encamina hacia una conclusión definida, designada, incluso prestablecida. Y por eso, la verdadera innovación chejoviana, aquella que recuperará Rohmer, está estrechamente ligada con la problemática del final.
En el célebre relato La dama y el perrito (1899), Chéjov acude al motivo de los amantes en tierras extranjeras para recuperar la fórmula del amor imposible. El encuentro vacacional entre Dmitri Gurov y Anna Sergeyevna en un lujoso complejo en Yalta se tuerce cuando ambos, casados, deben abandonar la pasión para regresar con sus familias. Pasado un tiempo, el albur los reúne inesperadamente en un teatro moscovita, reprendiendo así su aventura extramatrimonial. Situados en la tesitura del ocultamiento y la emancipación conyugal, deberán decidir si dejan de verse o si abandonan sus vidas maritales. El desenlace, como siempre, es ambiguo:
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntaba él, cogiéndose la cabeza con las manos— ¿Cómo?
Les parecía que pasado algún tiempo más la solución podría encontrarse. Que empezaría entonces una nueva vida maravillosa. Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.
Decía Barthes, leyendo la cuentística clásica, que «la desgracia novelesca nunca es pura, que tiene un grosor más existencial que conceptual. Con el cuento, ocurre todo lo contrario: la desgracia existe en él como un acto solitario, indiscutible: las situaciones no se encadenan, no se pierden, se afrontan y rompen» (Barthes 2002, 119). Más allá de la moraleja facilona, el ensayista focaliza en el impacto pedagógico que el relato corto pueda contener: en su brevedad se concita su enseñanza. Dialogando con esta tradición, la modernidad de Chéjov consiste en desviarse de estos esquemas, esquivando precisamente toda conmoción resolutiva. Su gran acierto es el anquilosamiento de sus personajes. En La dama y el perrito no hay atisbo del didactismo al que alude Barthes, no hay una mecanicidad que prefiera el balance moral —esa enseñanza— a la implicación pasional. Por eso no se resuelve.
De hecho, sorprende la rapidez con la que la pluma de Chéjov despacha el final. Contrariamente a cualquier axioma romántico, el narrador es escueto. No se adentra en ningún momento en los sentimientos de Gurov o de Anna, ya que sus acciones —las manos a la cabeza del amante— hablan por ellos. Esta sobriedad cuentista alcanza un tono casi irónico cuando advertimos que, justamente en la última línea del relato, se dice que «el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar». La indeterminación en Chéjov genera un espacio más allá de la trama, un más allá de lo contado, donde los personajes tienen que sobrevivir a la ficción narrada para lidiar con sus asuntos fuera de la conciencia autoral o lectora. Prescindir de un desenlace implica excluir la historia de toda resolución. La solución del relato (la enseñanza de la historia) se desvanece ante los ojos de Gurov y Anna (y del lector). El final no es alegre ni trágico, es duda en sí mismo.
Sin embargo, el efectismo literario de Chéjov no surge únicamente por esa inconclusión del relato. El artificio requiere de algo más que la sobriedad de un párrafo vacilante. La indecisión irresuelta en esas líneas se gesta a través del dilema moral que plantea el escritor: ¿deben los amantes sucumbir a los designios del amor profano o deben conservar la sacralidad que promete el matrimonio? La tragedia de Gurov y de Anna, así, no consiste en haber elegido la mala opción, sino en no poder elegir ninguna. Si el azar los ha confrontado a la elección, su desgracia consiste en la imposibilidad de proclamarla.
Este dilema es el que Rohmer recoge y desarrolla en prácticamente toda su filmografía, pero especialmente en sus Contes moraux. Él mismo resume las situaciones de las películas de esta serie como sigue: «Un hombre encuentra a una mujer en el momento preciso en que se ha comprometido con otra» (Rohmer 1971). En Ma nuit chez Maud (Éric Rohmer, 1969), Jean-Louis descubre a Françoise, joven de semblante angelical, en la salida de una misa. Embelesado por la fantasía de una futura boda, un día se reencuentra con un viejo amigo que le presentará a Maud, atractiva divorciada con quien mantendrá un romance. Nuevamente, el azar no fuerza una condición, sino que emplaza una situación que tiene que ver con la imperiosa —y angustiante— necesidad de decisión por parte de los personajes. Pero Rohmer, profeso a evitar situaciones conflictivas y emotivas, inserta una elipsis que parece solventar la duda del espectador: cinco años han pasado desde la inclinación de Jean-Louis por Françoise, y ahora sólo restan cinco minutos de cinta. Asumimos el dictamen del protagonista al ver a la pareja en la playa junto a su hijo. No obstante y para más regocijo, cuando la familia baja a la orilla aparece Maud. Un saludo incómodo da paso a preguntas banales sobre sus vidas actuales. Françoise, recatada por el encontronazo, toma al niño de la mano y se dirige a la arena, dejando a su marido a solas con su examante. Estos se ponen al día por educación y se despachan con sarcasmo: «Hasta dentro de cinco años», se dicen entre sonrisas. Cuando Jean-Louis vuelve con su mujer, tumbada y cortante a las palabras de su esposo, lo primero que anuncia es una especie de disclaimer, esto es, una descarga de responsabilidad, incluso de compromiso: «[Maud] Coge el barco esta noche con su marido». Ella no le mira a los ojos y juega con la arena. Él habla sin llegar a decir nada, pero prefiere la frivolidad al desastre que invoca el silencio. Ambos saben que algo permanece de aquello que sucedió tiempo atrás. Y aunque Jean-Louis parece abierto al diálogo, cuando comienza a contarle a su esposa cómo conoció a Maud algo le detiene. Irrumpe su propia voz en off: «Iba a decir que no ocurrió nada, cuando de pronto comprendí que estaba turbada, no por lo que averiguaba sobre mí, sino por lo que adivinaba que yo averiguaba sobre ella y que descubría en ese momento y sólo en ese momento. Y, por el contrario, le dije: [termina la voz en off y vuelve el diálogo entre ellos] Sí, fue mi última aventura». Ella ríe. La circunstancia le resulta cómica pero acaba siendo tajante: «Dijimos que no lo hablaríamos más». Él responde: «Sí, no tiene ninguna importancia. ¿Nos bañamos?» Son las últimas frases de la película antes de que Rohmer remate la situación con un plano final de los tres, marido, esposa e hijo, penetrando mar adentro, siendo el último plano el del horizonte oceánico, como lo será casi veinte años más tarde el de Le rayon vert [Figura 2].
El recurso de la voz en off es común a todas las películas de la serie y siempre se ejecuta del mismo modo: el protagonista cuenta, desde un futuro inmediato, sus pensamientos y acciones para justificar lo que las imágenes muestran. En voz en Glòria Salvadó:
El espectador se posiciona de forma cognitiva al lado del protagonista, ya que conoce todo aquello que sucede y todo aquello que reflexiona desde su perspectiva (…) El discurso minuciosamente elaborado y pensado que llevan a cabo los protagonistas de los Seis Cuentos Morales es un monólogo autonarrado porque se trata de un discurso donde el individuo narrador actual y el individuo personaje del pasado se fusionan en un único sujeto cognitivo (…) Los narradores de los Cuentos Morales llevan a cabo una función narrativa (ya que son los que relatan los hechos), pero también efectúan una función ideológica (ya que impregnan de su pensamiento y de sus opiniones todo aquello que explican) (Salvadó 2005, 4).
En el caso de El estudiante o Le rayon vert, el decalaje entre objetividad del narrador y subjetividad del punto de vista producía un desajuste de lo contado. Aquí, Rohmer extrema esta incoherencia. La imposición de una voz, articulada desde un plano neutral, conduce al espectador hacia una visión concreta de los valores del personaje. La palabra contradice a la imagen para encarrilarnos hacia una lectura sesgada de lo visto.
Esta tensión, siempre al límite del desengaño, se conjuga a su vez con el argumento de la obra. Como ya hizo Chéjov con Gurov, Rohmer dispone la figura clásica del hombre donjuanesco de alma dividida: por un lado, la consumación platónica del bien encarnada por Françoise, mujer-prototipo con la que Jean-Louis sueña por ser la viva personificación de sus ideales morales y religiosos. Por otro lado, Maud, seductora irresistible, morena por contraposición a Françoise, y de una fuerte convicción atea. Entre ellas, el miedo al vacío que obliga a Jean-Louis a la oscilación erótica y emocional. Y, con él, su voz, que funciona como un monólogo para autoconvencerse y autoconvencernos de la legitimidad de sus dudas. La voz del protagonista sirve para persuadir de la firmeza de sus convicciones, de la mano del falso acierto de sus decisiones. Rohmer, mozartiano hasta la médula4, procura un escenario de vaivenes entre la comedia y la tragedia, un marco donde la contradicción entre imagen y palabra, entre carácter y acción, se encubre por una perversa ecología del medio cinematográfico, donde todo se rueda como si no llegara a ocurrir nada. La incertidumbre parece resolverse fácilmente: «¿Nos bañamos?». Pero es aquí, en la ácida ironía de lo que parece sencillo y no lo es, cuando la mordacidad chejoviana despunta en los filmes del francés. Rohmer sugiere un final feliz, insinuando que el plano último de la familia en la playa es irreversible, que en él no hay sombra. Pero su cámara nos ha dicho lo opuesto.
De nuevo, como en La dama y el perrito, lo que se pone en funcionamiento —y en cuestionamiento— es el conflicto de la elección. Deleuze señalaba agudamente que en el autor francés «la elección ya no recae sobre tal o cual término [del problema] sino sobre el modo de existencia de aquel que elige» (Deleuze 1996, 236). En este sentido y recuperando lo anterior, las obras de Chéjov y Rohmer resultan abismales porque disocian la clásica analogía entre azar y destino. El problema que plantean no es que el azar determine la vida (en una suerte de fatalidad oracular) sino justamente que el azar nos abre a la contingencia, al abismo de la elección, en fin, al vértigo de la libertad.
La pregunta que constantemente se hacen escritor y director es: “¿Qué hacer?”5. La vasta pluralidad de cuentos y películas, procurada en sus respectivas carreras, viene estimulada por una repetición temática que incluye pequeñas variaciones en torno a un mismo asunto. Lo vemos en las series de Rohmer o en los centenares de cuentos de Chéjov. Anida en todos ellos, en tanto conjunto, la necesidad de procurar modificaciones sutiles desde un mismo eje. Porque es lo único que puede ayudar a los autores a trabajar sobre los finales posibles. Es un volver a empezar que huye de un afán estético para explorar la dimensión ética con la que nos confronta un final. Porque el final, sea feliz o no, «constituye una categoría existencial, no literaria» (Jameson 2006, 11) o fílmica. La tentación lúdica desaparece cuando al otro lado está la nada absoluta. Esta nada es la que encubre la superficialidad aparente de los diálogos del director o el frío laconismo del cuentista. A razón de Bonitzer:
Cette obsession affreuse de n’être rien, ce désespoir qui plane (‘rien’ est le mot du désespoir: ce qui vient, intolérablement, à la place de ce que j’ai cru, de ce que j’ai aimé, de ce qui a rempli pendant un temps de ma vie), c’est ce qui donne sa tension au film, malgré l’absence d’événements et même, cas-limite du cinéma de Rohmer, construction dramatique (Bonitzer 1991, 42).
El planteamiento de Chéjov y Rohmer repiensa la concepción del azar como un recurso que da una alternativa al final trágico. La tragedia, entendida como aquella tensión entre libertad y necesidad, abría al sujeto a la infinidad de la elección. Antígona no es trágica por la muerte de su hermano, sino porque la muerte de su hermano la enfrenta a una tesitura inevitable: obedecer o no a Creonte, rey de Tebas. Contra esta idea, el azar evita toda coyuntura: la providencia decide sobre el sujeto, «la predestinación propone una solución al dilema» (Jameson 2006, 20). Leyendo esta tradición es cuando cobran valor los finales de La dama y el perrito, Le rayon vert o Ma nuit chez Maud. En los personajes de estas obras, «las casualidades [el reencuentro de los amantes, el destello del rayo verde, el tropiezo tardío con Maud] serán simples presagios y no causas [donde] la interiorización de la casualidad abre la posibilidad de una experiencia o desarrollo interior de raíces contingentes» (Jameson 2006, 14).
Esta apertura a una experiencia interior es, en esencia, la revelación de la que se hablaba al inicio. Desde el realismo chejoviano y rohmeriano, esta contingencia implica una apertura de significados que es, a su vez, una refutación del final entendido como ‘término’ (en el sentido de acabar, del latín terminus, como límite de algo). El crítico literario Northrop Frye (1970) destacó que la oposición al happy end no es la miseria o el unhappy ending, sino simplemente la negación del happy end. Negando la desgracia, pero también la alegría jovial, Chéjov y Rohmer rechazan un esclarecimiento total de la historia: se instalan en esa posición incómoda que no satisface ni el alborozo de la realización amorosa ni la tristeza catártica de la ruptura. En ellos, el azar se constituye como un reciclado “puesta en marcha” del mecanismo dramático. Si la suerte acostumbraba a ofrecer una resolución al conflicto, que canalizaba todos los elementos hacia un final cerrado, en La dama y el perrito o Ma nuit chez Maud se produce lo contrario. El destino hace coincidir a Gurov y Anna en un teatro moscovita años después de su romance; la ventura convoca a Jean-Louis con Maud en una playa francesa cuando se creían olvidados. Aquí la casualidad no actúa como causalidad porque no dispone una situación resolutiva, sino que reactiva fuerzas interiores de los personajes. La providencia, lejos de ser conclusiva, remueve el pasado y cuestiona las decisiones tomadas.
Fue el ya citado Fredric Jameson quién advirtió esta tipología narrativa, la que introduce el azar como no-resolución del relato, y la acuñó como ‘realismo providencial’. Y aunque fueron Stendhal y George Eliot dos de los precursores de esta alternativa literaria, fue Chéjov quien terminó de digerir y consolidar una forma que contradice las dos declinaciones históricas que han marcado el arquetipo de los finales modernos: «el clásico “contra toda esperanza” de Balzac y las oscuras fatalidades del naturalismo» (Jameson 2006, 40). En el El estudiante no se puede decir —pese a lo que crea Velikopolski— que tenga lugar un giro afortunado de los acontecimientos, pues la revelación de Pedro no implica nada. Tampoco se cae en la desilusión que procuraban las certezas naturalistas. Chéjov podría haber inclinado la balanza hacia la bonanza que proyecta una promesa revelada, o bien podría contentarse con un retrato pesimista del abatimiento de la vida rural rusa. Pero opta por no mojarse y, al no hacerlo, ni afirma ni niega la contingencia de su cuento. Los finales tradicionales confieren su sentido en el cierre del relato: el término de la historia (su límite) obliga a confrontarse con su sentido. A este respecto, la radicalidad del ‘realismo providencial’ se basa en prolongar la trama más allá de la diégesis, allí donde el narrador no puede acompañar a los personajes. Su sutil clausura no indica un acabamiento de la historia. Por ello, la sensación del final es amarga: se disparan los significados posibles y desaparece el sosiego que otorga el sentido unívoco.
Husserl decía que los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia. Por su parte, Chéjov y Rohmer apuestan por un relato sin final, un relato sin sentido. Así, la célebre distinción aristotélica entre historia y poesía6, entre los hechos tal y como sucedieron (pero que no tienen un sentido general) y como deberían suceder (y por eso tienen significación), se quiebra. Estos conceptos, en realidad, están estrechamente ligados a la cuestión de los personajes en las narraciones y las narraciones de los personajes, comentada anteriormente. Recuperemos el ejemplo de Le rayon vert. Allí, Rohmer asume que Delphine habita el mundo en tanto historia, es decir, como una serie de causalidades (azarosas o no) que no obedecen a un sentido, sino a una necesidad. No se plantea si lo que ocurre es bueno o no, si debe ocurrir o no: simplemente ocurre. Delphine, por su parte, sí que habita el mundo bajo el signo de la poesía: es la ficción del rayo verde la que dotará de sentido a su vida. La necesidad de Rohmer (la historia sin un sentido general), de nuevo, se topa con la verosimilitud de su protagonista (la poesía como una señal, como un significado profético). Paradójicamente, lo que consigue el director con esta divergencia es desarraigar a Delphine del relato. El personaje ya no es un elemento arrastrado por la fuerza del torrente de la historia; es, más bien, un sujeto que debe operar como agente activo en su vida y en su lectura del mundo7. Alguien —quiere decirnos Rohmer— que sueña con el amor correspondido pero que no sueña lo suficiente como para que esa fantasía poética devenga realidad histórica. Aquí, «la estructura del relato descansa no sobre una secuencia de acciones, sino sobre un conjunto de roles» (Bremond 1973, 133), esto es, de personajes. Esta es la razón por la que Rohmer decide cortar su filme tras el destello esmeralda: en ese instante pueden encontrarse (o no) las fuerzas de la historia y de la poesía.
Conclusão
Chéjov y Rohmer saben que el único sitio donde colisionan estas dos instancias aristotélicas es en la cabeza del lector-espectador. Nuestra imaginación confabula a partir de lo que puede suceder o no en la historia y la poesía. En medio de esta encrucijada, que participa de la ficción pero que desborda su sentido, el realismo exhibe su potencial respecto a la expectativa del relato. Esto es algo que abordó Frank Kermode en su delicioso ensayo El sentido de un final. Allí, el crítico británico sugiere que el interés de que falseen nuestras expectativas está estrechamente relacionado con nuestro deseo de descubrimiento y reconocimiento, un proceso que siempre transcurre por la vía de lo inesperado y de lo revelado:
Cuanto más osada sea la peripeteia, más intensamente podemos sentir que la obra respeta nuestro sentido de la realidad y con mayor certeza sentiremos que la narración que consideramos es de aquellas que, al alterar el equilibrio habitual de nuestras expectativas ingenuas, nos descubre algo, algo real (Kermode 2023, 34-35).
El escritor y el cineasta se arrogan esta premisa a la vez que la reforman. Sus no-finales cumplen con nuestro afán de realidad justamente al no satisfacer la expectativa de un final. Se nos descubre algo real precisamente al no des-cubrirnos un sentido último de la experiencia de la historia. Que la viuda de El estudiante hable, que Delphine y el chico se besen, que los amantes chejovianos huyan juntos, que Jean-Louis termine con Maud… Proyectamos una serie de expectativas que finalmente se desbancan. Y no lo hacen porque ocurra otra cosa. Lo hacen porque no termina de ocurrir nada. Ante una perspectiva de clausura, la transparencia de Chéjov y Rohmer no altera nuestras expectativas, sino que las impide. Debemos creer, en este sentido, que su máximo realismo viene dado por su deuda respecto al mundo. Que su dificultad estriba en admitir, contra toda premisa novelista, que la vida es un misterio porque no goza del sentido de un final.
Notas finais
1 Nota 1: Todas las citas de los cuentos de Chéjov proceden de la misma fuente: Chéjov, Antón. 2014. Cuentos completos, Madrid: Páginas de espuma.
2 Nota 2: Aunque el artículo original, titulado “El oficio de escribir”, fue publicado en 1988, aquí se cita la versión traducida y recopilada en Unión. revista de Literatura y Arte, N.º 95 (2019).
3 Nota 3: «Ahora el estudiante pensava en Vasilisa [la madre]: si se echó a llorar es porque lo que le sucedió a Pedro aquella terrible noche guarda alguna relación con ella...».
4 Nota 4: No es casualidad que fuera el propio Rohmer quien mostrara un gran entusiasmo por las similitudes tonales entre el ritmo musical y el cinematográfico, como mencionó en diversas entrevistas. Además, él mismo dedicó un ensayo (2000) a dos de sus músicos predilectos: Mozart y Beethoven. En este sentido, tampoco parece baladí advertir, dentro de esta temática del hombre donjuanesco, la afinidad que Rohmer tuvo con Mozart, sabiendo que fue el joven prodigio austríaco quien dedicó al personaje-arquetipo una de sus más populares óperas, el Don Giovanni.
5 Nota 5: De hecho, fue Thomas Mann (2008) quien lo planteó, añadiendo que «el desasosiego por esta pregunta se reparte en la narrativa de Chéjov entre muchos personajes», p. 299.
6 Nota 6: Aristóteles. 1998. Poética, Barcelona: Icaria.
7 Nota 7: Por supuesto, esto se retuerce en obras como Ma nuit chez Maud y la voz en off de su protagonista-intérprete.
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Figuras